UN SEÑOR LIBRO
13 de noviembre de 2024
JOAQUÍN ALBAICÍN
Corría 1957 cuando El arte mágico de André Breton fue publicado en edición privada por su autor. Optó éste, pues, por obrar como yo ahora con mis libros, siendo El arte mágico, por ello, bendecido por idéntica suerte que los míos: se convirtió -¡han acertado!- en un manifiesto de culto, toda vez que durante más de tres décadas no vio la luz otra edición que aquella con los bibliófilos como destinatarios naturales. Tenemos hoy la primera en castellano de la mano de Atalanta y, tratándose de un libro del padre del surrealismo, no es de extrañar que, debido a enigmáticos o, cuando menos, llamativos procederes, el ejemplar llegue hasta mi buzón por intermediación de una explotación agropecuaria de Salamanca, ruta postal -se convendrá- mucho más congruente con el espíritu del método crítico-paranoico que las transitadas por las vulgares agencias de mensajería. Lo recibimos, además, en la festividad de San Judas Tadeo, patrón de las Causas Imposibles y que sólo lo es formalmente, en España, de cuatro localidades entre las que -¡mayor mérito aún!- no se cuenta la mía de residencia.
Escribíamos hace unos días sobre otro mensajero todo menos convencional, el visionario Louis Cattiaux, acerca de su carteo con René Guénon y sus vínculos como pintor con los profetas del surrealismo, sus contemporáneos. El hilo puede seguir, ya que Guénon, si bien no en los aspectos que él hubiera deseado, influye bastante en el René Daumal de El monte análogo y en un Antonin Artaud compañero, por cierto, de mi tía en el reparto de una película de piratas dirigida por su primo. Yo tuve, sí, una tía y Artaud, un primo… Parece que fue en torno a 1925 cuando, según recordó Breton en los tiempos inmediatamente posteriores a la muerte de Guénon, él y Artaud entre otros, agradablemente tocados por sus libros, se le acercaron a fin de organizar un homenaje del grupo surrealista a su persona y escritos, que el interpelado rechazaría por considerar -mayormente, con razón- el arte moderno una degeneración y una vía cenagosa. Y es que no es difícil reconocer en el Mensaje al Dalai Lama de Artaud una lectura distorsionada y tempranamente opiácea de El Rey del Mundo, obra consagrada por Guénon, que entonces había publicado algunos capítulos de la misma en Italia, a ese guía oculto o Gran Ángel de la Guarda de la Humanidad percibido ya antes por Saint-Yves d´Alveydre como una especie de Tenzing Gyatso con jersey de pico. Por cierto que, hablando de Italia, no logro averiguar el nombre del ilustrador, autor hace poco para el diario La Ragione de un magnífico retrato de Guénon, un Guénon elegantísimo, rebosante de dinamismo y con aire de audaz investigador privado de los días y ambientes de Holmes y Auguste Dupin.
La guenoniana repulsa no impidió a André Breton, amigo de Eugène Canseliet, principal discípulo a su vez de Fulcanelli, seguir interesado en particular por el hermetismo y armar ruido en esa dirección, moviendo a Cattiaux a escribir en el otoño de 1948 a Guénon -la revista La Puerta publica con regularidad pasajes de su correspondencia- que “el actual papa del surrealismo parece que se orienta hacia un fructífero pillaje de los autores herméticos” y a preguntarse si no se vería pronto, en el marco de un “desfile charlatán y estruendoso”, a “cohortes de falsificadores y de mediocres disfrazarse bajo el manto de la filosofía hermética”. Hervía tras sus prevenciones la convicción de que, por no mostrarse capaces de diferenciar el ámbito espiritual del astral y de eso llamado inconsciente por el psicoanálisis, los surrealistas se dedicaban con temeridad al juego con fuerzas psíquicas dúplices y peligrosas. Ello podría colegirse de frases de Breton como: “Si las profundidades de nuestras mentes ocultan fuerzas extrañas capaces de engrandecer y conquistar las de la superficie, debemos aprehenderlas en nuestro propio interés”. Mas no me parece que fueran esas palabras, en la intención de Breton, en el mismo sentido que inspiraría luego, por ejemplo, ciertos pasajes del realismo sucio del Raymond Carver que escribe: “Utiliza las cosas que te rodean/ (…) El débil sonido del rock´n´roll,/ el Ferrari rojo del interior de mi cabeza./ La mujer que anda a trompicones/ borracha por la cocina…/ Coge todo eso,/ utilízalos”…
Debe decirse que Breton siguió siempre admirando a Guénon. De hecho, la única mención a éste en El arte mágico viene a ser un reconocimiento abierto de que al autor de El Rey del Mundo le asistía la razón al considerar la magia como la más inferior en la jerarquía de las ciencias tradicionales, defendiendo no obstante, y a nuestro entender con motivo, su probable valor como puerta introductoria a cosas más elevadas, pues no en vano la señala como “la fuente principal de los cuentos de infancia”. Se refiere, pues, Breton a “una magia trascendente, por oposición a la brujería”: a teúrgia frente a goecia. Además de que, cuando escribe “tradición” entre comillas, lo hace como claro guiño reverencial al difunto Guénon.
Cautivado por el recurso de Leonardo a la doble imagen, al tanto de la influencia de Éliphas Lévi -mago de magos del XIX- sobre Víctor Hugo, Rimbaud, Mallarmé, Baudelaire o Villiers de L´Isle-Adam, partiendo de reflexiones sobre la pintura de Monsú Desiderio, Kandinsky o De Chirico -considera la de éste una pintura adivinatoria- y suspirante por “una ´tradición´ que vehicula de siglo en siglo unos ´poderes originales´, comunes a los brujos, a los artistas y a los poetas”, sostiene Breton que todo arte es mágico en su génesis, sea su artífice consciente o no de ello. Cerniéndose sobre los naipes del Tarot de Carlos VI y meditando sobre Altamira y el hombre de Lascaux y las influencias sobre los pintores de la Cábala, la caza de brujas, la alquimia, la astrología… coteja la magia de El Bosco con la de Brueghel como Orígenes cotejaba la de Jesús con la de Moisés, la de éste con la de los magos faraónidas y la de Pedro con la de Simón El Mago en un París que ha dejado ya atrás la “magia” espolvoreada por los Ballets Rusos de Diaghilev y los stripteases de momias egipcias, pero por el que siguen paseando de noche Charles Boyer e Ingrid Bergman en Arco de Triunfo y aún muy vivo en sus noches, en sus cafés de artistas y exiliados, sus veladas espíritas y sus galerías de pintura con la guitarra de Django y el violín de Yoska Nemeth poniendo música de fondo.
Ese mundo, en fin, tan bien cantado por Alan Rudolph en Los modernos, película de la que ninguna plataforma se acuerda. Ese París que había dejado años atrás de ser el de Ilyá Ehrenburg y que Guénon ya había cambiado por El Cairo y sus momias sin desvestir y ajenas a frivolidades, pero en el que el surrealismo, sin pretender “zanjar los debates entre las diversas tendencias de la ´Tradición´ esotérica”, y ahí tenemos de nuevo las comillas de respeto a Guénon, seguía intentando “dar, o devolver, el impulso moral y poético a lo que fue el afán de la magia, su secreto diversamente confesado, siempre amenazado y jamás disuelto a lo largo de los siglos”. Breton suma, además, a su tentativa a una luenga corte de opinadores estrella que gentilmente aceptan responder un cuestionario al respecto: Octavio Paz, Canseliet, Heidegger, Magritte, Bataille o un Cirlot que nos recuerda la advertencia de Blake en el sentido de que: “El progreso es el castigo de Dios”… Tal vez habría incluido a Guénon y a Cattiaux, de no haber muerto ambos ya… y de haber ellos aceptado, que véte a saber.
Y por fin, de cualquier modo, ha visto Breton cumplido, en esta lujosa edición de Atalanta, su deseo de que El arte mágico llegase al lector en un envoltorio estéticamente acorde con sus inteligentes reflexiones sobre el pintor como chamán y vate. Todo un señor libro.