Tres noches sin luna

Tres noches sin luna

24 de enero de 2021 0 Por Ángulo_muerto
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Guido Gonzalo Vázquez

Carta primera. “Extinctus ambitur idem (El hombre que es odiado será amado tras su muerte)”.

Cierto, es francamente aburrido leer largas parrafadas acerca del currículum laboral y vital de un desconocido, pero por favor, háganlo en este caso, lleguen hasta el final, porque su contenido y resolución escapan a lo común. Estas líneas suponen, muy posiblemente, una declaración de fin de ciclo. Me refiero a que, casi con seguridad, son el preámbulo de un reajuste psíquico en el inconsciente colectivo, en caso de existir tal cosa. Sepan que, no obstante, conservo la cláusula de rescisión que puede derogar tal voluntad, que no es otra que la ejecución de mi suicidio. Las razones de mi duda, de mi indecisión, podrán ser comprendidas, no en esta primera carta, sino una vez terminada una segunda. En ella podrán comprender la desesperación y el por qué mi vida es mucho más oscura que un compendio de experiencias monótonas devenidas en hastío. Hoy, mi existencia se plasma en un sufrimiento atroz al que, si finalmente pongo fin, resultará en un legado de oscuridad que confío no herede ningún otro ser humano.

   Me llamo Lisandro Tristensen. Nací en la capital del país hace ya hace bastantes décadas, en el seno de una familia acomodada sin dificultades económicas. Mi infancia pasó de largo como un niño que baja por un tobogán de aburrimiento para desembocar en la arena de un parque infantil. Mi adolescencia y mi juventud primera fueron poco más que jornadas de clases y estudio. Aquellos años transcurrieron entre recurrentes letanías ideológicas que mi progenitor convertía en vespertinos ruidos de fondo. Mi vida incurría en pocas juergas; gastaba casi todo mi tiempo en programar objetivos a largo plazo. Me cultivé con numerosas ingestas de biografías y ensayos sobre escritores de quienes no había leído ninguna obra, guiado por una transgresión mezquina de lo profano que buscaba invertir toda sublimación Kantiana. Poco más que contar de aquellos pasajes grises que también surcaron mi formación universitaria. En definitiva, todo lo interesante que mi historia puede legar al mundo, tuvo lugar una vez dejados atrás aquellos primeros y segundos compases vitales.

   Terminada mi formación en la facultad de psicología de St. Farce, trabajé en la sanidad concertada por tres años. Cumplidos los veintisiete, entré a formar parte del CKMM al poco de recibir una carta en la que los firmantes me propusieron agregarme sus filas. Entendí que eran patriotas que velaban por nuestro sistema de vida. En su invitación, loaban mis capacidades como terapeuta, mi agudeza para comprender a mis pacientes, los cuales, normalmente, mejoraban bastante después de mi tratamiento. Uno de ellos había sido un paciente invisible del CKMM en busca de talentos dentro del campo cognitivo. Acepté la propuesta, y a los siete meses de mi ingreso en la Agencia, terminé los cursos de psicología criminalística con los que pude ampliar y profundizar mis innatas facultades como rastreador de emociones; esta vez, al servicio de la nación. Superada la primera etapa, pasé un tiempo como agente en prácticas. Aprendí de hombres y mujeres que tratan de obtener confesiones y certezas de cualquier persona. Debo decir que me integré en su sistema de forma rápida y bastante natural. No encontraba ninguna objeción moral en el desarrollo de nuestro trabajo, veía justificada la captura y los tormentos padecidos por cualquier detenido que caía en manos de nuestros servicios de inteligencia.

  Durante esta primera etapa, comprendí que lo verdaderamente importante, el objetivo fundamental de los protocolos de la agencia era hallar conexiones entre sospechosos y su posible pertenencia a organizaciones que pudieran amenazar nuestro «modo de vida superior». Cumplidos los veintiocho años, desplegué mis alas y empecé a trabajar como agente en funciones. Los comienzos resultaron duros; me dominaba el pavor de no realizar mi labor correctamente, de no prestar un adecuado servicio a la Agencia. Por ello, mi confianza y la seguridad en mis capacidades resultaron erosionadas en no pocas ocasiones. A veces, por no haber conseguido que el detenido a mi cargo se derrumbara en un tiempo aceptablemente corto; otras, por verme en grandes dificultades para integrar las porciones de realidad extraídas de aquellos que una vez fueron hombres y mujeres equilibrados; excluyendo del concepto de equilibrio, eso sí, cualquier conexión entre tendencias criminales y salubridad mental. Antes y durante el trabajo de campo en salas de interrogatorio, me encargaba de compilar los historiales de aquellos sujetos que iban a pasar por mi análisis psicológico. Aquella labor requería, igualmente, de un estudio de la «genética moral», si se me permite la expresión, así como de las filiaciones políticas de los presos, de sus ancestros y de su entorno cercano.

   Esta es, resumidamente, mi historia, una historia cuyo único interés radica en su vertiente laboral, ya que mi tiempo de ocio y de relaciones sociales, incluyendo matrimonio y paternidad, no han sido otra cosa que un aburrido pasaje bajo cielos nublados.

   En el presente momento me encuentro hastiado, agotado, consumido. Lo único que puede atarme a la vida es un cordón sanguinolento a punto de romperse. Lean mi segunda narración para entender lo que digo. O bien paren aquí si han llegado a la conclusión de que mi persona no merece más que desprecio y olvido. Pero, si considerando deleznable mi historial, sienten curiosidad, o si desean llevar a cabo un escarnio moral sobre mi persona, pasen y disfruten de la segunda carta.

L.T.

   Carta segunda. A los aspirantes. “Vires acquirit eundo (Gana fuerza a medida que avanza)”.

   Integrar las circunstancias que preceden a estos últimos cuatro días como interrogador en los servicios centrales, resultará práctico para aquel que desee seguir mis pasos. Si se da el caso de que ojeadores de la agencia le ofrecen la oportunidad de ganarse la vida como psicólogo agente, han de comprender que extraer y compilar los recursos humanos que otorgan los vórtices del martirio, no siempre es seguro. No es mi objetivo convertir mi experiencia en algo que deba estudiarse para evitar malas praxis. Pretendo relatar mi historia a modo de advertencia, para que cualquier aspirante pueda tomar consciencia de las consecuencias de enfrentarse a determinadas personas. Ciertos presos pueden parecer que se encuentran a nuestra merced sin estarlo realmente. Lean, razonen y comprendan:

   El pasado martes, tras una noche de descanso inusualmente mala, llegué al cuartel general del CKMM a las siete en punto, una hora antes de lo habitual. El día anterior, a última hora de la tarde antes de marcharme una vez recopilado el historial de un nuevo hombre a interrogar, mi superior, el teniente Chernov, me comentó creía necesario hablar conmigo y con la agente J. Lou antes de confrontar a un reo llamado Ralph Gonnor. El objeto de la reunión era discutir las líneas por las que debía transcurrir el interrogatorio, dado que iba a ser un caso complejo. Gonnor había caído en nuestras manos después de seguir su rastro durante unos pocos meses. Nos habíamos basado en sucesivos informes y delaciones efectuados por varios confidentes que nos habían contactado a través de nuestros «buzones seguros» en la deep web. Un indicio presentaba al detenido como parte de la organización subversiva PW; otro planteaba la posibilidad de que se tratara de un agente a sueldo de la nación mas hostil a nuestro sistema. La tercera lo perfilaba como un oscuro capo que había acumulado un enorme poder en el mercado negro de las armas. Por lo que habíamos averiguado de la historia no delictiva de Gonnor, todo era opaco y extraño. Había nacido en esta ciudad y su vida no era convencional; sus diversos empleos, sus abundantes relaciones sentimentales, de muy diferente duración unas de otras y casi todas concluidas mediante rupturas tormentosas, sus habituales cambios de residencia, así como la personalidad indefinible e insólita que habíamos construido en base a investigaciones que integraban los componentes de su impronta cibernética, indicaban que podía encajar en cualquiera de los tres supuestos, en una combinación de los mismos, o en ninguno.

  Una vez marcadas las pautas a seguir, la agente Lou y yo nos encaminamos a la sala de interrogatorio. Ella se quedaba fuera mientras yo servía de avanzadilla de las alternantes entrevistas que estaban por venir. El primer abordaje psicológico del sujeto dependía, en primera instancia, de su reacción, de su manera de confrontarnos. Igual que lo mostrado en películas y series, la toma de contacto se trataba de tanteos muy generales. Por nuestras salas habían desfilado individuos de muy variado aplomo y resistencia. Gonnor pertenecía al conjunto de detenidos que, en primera instancia, muestran contundentes signos de derrumbe.

– Buenas tardes, mi nombre es Tristensen. Soy uno de los agentes que va a interrogarle. Huelga decir que espero de usted una fluida colaboración; de ella dependerá el tiempo que usted pase en la central.

– ¿Qué hora es? No tengo la impresión de que haya pasado tanto tiempo, pensaba que era la mañana del martes – respondió Gonnor mientras su frente sudaba y sus ojos reflejaban una fuerte ansiedad.

– Lleva más horas aquí de las que piensa; sin reloj ni luz natural, el tiempo es como las sombras: sabemos que esta ahí, pero no podemos medirlo.

Había empleado varias veces esa maniobra, buscando generar en el preso una desubicación que inoculaba en su mente la extenuante sensación de hallarse en un limbo atemporal con nosotros, los «guardianes», como únicos dueños de sus luces y sombras, como demonios facultados para dar o quitar el eje de coordenadas mental sin el cual solo pueden regir caos y demencia. Escuchando su voz y observando sus gestos de terror contenido, estaba seguro de que íbamos a tardar poco en extraer de él todo aquello que necesitábamos.

– Está en su mano, señor Gonnor. Ahórrese sufrimiento y permita que mi compañera y yo pasemos a otros asuntos.

– Me acusan de delitos irreales, soy un ciudadano poco convencional, cierto, pero en ningún caso me muevo fuera de la ley. Mi vida excéntrica y a veces histriónica me convierte en presa fácil para sufrir detenciones como ésta. Pero por favor, hagan su trabajo rápido y permítanme seguir con mi vida.

Su voz temblaba y era incapaz de evitar señales de pavor. Después de comentarle nuevamente que todo dependía de él, salí de la sala para dar paso a Lou. Ella entró con un portafolios, al igual que había hecho yo. En el entreacto de abrir y cerrar la puerta, desde su silla, Gonnor pudo ver a un fornido oficial de mirada torva que obviamente se quedó fuera. Esperé tranquilamente al otro lado del falso espejo a que mi compañera ejerciera la segunda presión sobre el detenido. Acabado el primer contacto, nos dirigimos al despacho de Chernov, donde escuchamos la grabación correspondiente a nuestras respectivas entrevistas. Nos resultó hilarante la manera en que el detenido trataba de disimular su ansiedad, lo rebosante que estaba su muro de contención y las grietas por las que fluía su terror. Hasta la hora de comer, continuamos estudiando los informes disponibles y planificando la “tierna” entrevista del día siguiente.

   Esa noche, después de mi habitual sesión de cine vía plataforma ICP, me fui a la cama temprano, excesivamente cansado para lo que había sido un día laxo de trabajo. Bajo el techo que me cobijaba de un cielo que había heredado del día nubes densas, entré en un profundo sueño que resultó cortado por una súbita falta de oxígeno. Fue la clásica interrupción violenta que sufre el durmiente aquejado de apnea, algo del todo extraño, pues dicha dolencia jamás me había sido diagnosticada. El tramo final del descanso resultó francamente desagradable. Una pesadilla consistente en que era informado de la desaparición de mi hermana elevó las revoluciones de mi mente.

  El miércoles se presentaba como un día de trabajo impredecible, Lou y yo habíamos apostado sobre que día Gonnor derramaría sus confesiones. Lou se inclinaba por el mismo miércoles y yo por el jueves. Recogidos los elementos de trabajo de cada uno de nuestros despachos, entre ellos fotografías diversas de sospechosos y crímenes atribuidos a uno u otro «consorcio criminal» u agencia de inteligencia, nos encontramos a la puerta de la celda ocupada por Gonnor. Nuevamente, yo fui el primero en entrar.

– ¿Qué tal te encuentras, Ralph? ¿Has pensado en la manera más inteligente de enfocar tu situación? ¿en si debes apresurarte o no en soltar lo que guardas para nuestros oídos, las grabadoras y las cámaras que nos guiñan el ojo?

– Creo que en breve van a empezar reconocer su error y lo inoportuno de mi arresto. Soy tan solo un hombre que trata de explorar la vida desde ventanas diferentes, no hay nada extraño más allá de mi excentricidad, mi camino está muy alejado de las organizaciones políticas clandestinas, del mundo de los espías y de la delincuencia y los negocios ilegales.

   Formulé varias preguntas más, buscando canalizar su sentir mostrándole que era consciente de su estado de miedo y nerviosismo. Buscaba que Gonnor empezara a tener consciencia de que su mente, y por ello su vida, era de nuestra propiedad. Lo cierto es que, si bien mantenía un alto grado de ansiedad, parecía más entero que el martes. Pese a que sus ojos continuaban siendo pozos de terror a los que resultaba doloroso asomarse, su voz era firme y su frente no sudaba. No obstante, sus manos no sabían estar quietas, abría y cerraba los puños y su torso se balanceaba con pequeños movimientos sin cadencia. Lou pasó más tiempo que yo en la sala, y al terminar, reconoció que ya no podía ganar la apuesta. La impresión que tuvo de Gonnor fue la misma a la mía; estaba nervioso e intimidado, pero menos que el día anterior. Comentamos que tal vez esto se debiera a que el primer día de reclusión y la primera confrontación con los agentes suponían un shock y que el segundo interrogatorio cogía al detenido algo más hecho a la situación. No es inusual este proceso. Lou también había tuteado a Gonnor, apretándole las clavijas y elevando de manera sutil su tono intimidatorio. El protocolo marca este proceder, una praxis que debe ser flexible y abierta a todos los recursos que ofrecían los presos. Ninguno de los dos obtuvo nada más que elusivas, negaciones sobre las sospechas que sobre él pendían y reincidencias en cuanto a su injusta captura. Terminado nuestro trabajo, el resto de mi jornada laboral transcurrió de forma rutinaria, recopilando casos correspondientes a otros sujetos e inventarios de pruebas y sospechas. Trabajo administrativo, en definitiva. Al acabar con los asuntos pendientes cogí el coche bajo una lluvia fina y constante que se iba a prolongar hasta bien entrada la mañana del jueves; me dirigí a la farmacia para adquirir benzodiacepinas que el dueño me fiaba gracias a mi habitualidad como cliente.

   Entrada la noche, terminada una película romántica que me había animado a ver, me acosté envuelto en un cansancio extrañamente intenso. Mi descanso no fue en absoluto bueno, varios sueños concatenados inundaron mi cerebro. El primero de ellos era triste: en él fallecía mi madre. El segundo resultó inquietante: lo protagonizaba un hombre de gran parecido a Gonnor que, sentado a mi derecha en el velatorio donde despedía a mi progenitora, me decía al oído que él había causado el deceso consumiendo metafísicamente su corazón. El tercer y último sueño fue confuso: la imagen de una celda vacía e iluminada por la luz del pasillo en un pabellón carcelario contenía un detalle que resultaba a un tiempo banal y extraño: la cama única, situada junto a las paredes lateral y del fondo, se encontraba desecha y con la mitad de la manta fuera, en contacto con un suelo sucio y oscuro.

   El jueves llegué a la central alrededor de las nueve menos cuarto, con quince minutos de retraso y un fuerte dolor de cabeza. Me encontré con Lou en el pasillo que conduce a la cafetería. Ambos habíamos ido a la máquina de café para tratar de parchear nuestras somnolencias. Al cruzar las primeras frases, pude observar las marcadas ojeras que sin duda indicaban que ella tampoco había descansado de manera óptima. Hablamos de las pautas a seguir durante el tercer día de acoso al sospechoso mientras caminábamos por el pasillo. El protocolo continuaba siendo el correspondiente a las comunes aproximaciones a cualquier detenido, dado que las circunstancias no requerían todavía de improvisación. 

   Encontramos a Ralph tenso, pero menos que el miércoles, su mirada era esquiva, pero tranquila cuando se posaba en mis ojos. Durante nuestra conversación, miraba hacia el suelo mientras respondía, y terminaba sus frases clavando sus ojos castaños en los míos.

– Gonnor, manejamos con flexibilidad las tres líneas de investigación que te han traído hasta aquí, pero he de decirte que empezamos a considerar tu pertenencia a la inteligencia del Sureste como eje central de tu forma de vida; y que, en tu conducta traidora y mercenaria, la venta de fusiles Cetlek a delincuentes y bandas paramilitares te reporta una comisión, yendo el grueso de las transacciones a la agencia de seguridad enemiga.

– Revise las pesquisas sobre mí junto con su incompetente colega y venga mañana con algo más sólido. Cierto, todavía no me ha explicado con que base construyen el argumento que me ubica en la conspiración que menciona, pero intuyo en ustedes reflexiones burdas y errores característicos de nefastos profesionales. Déjelo por hoy y descanse, tiene usted unas inconmensurables ganas de terminar conmigo e irse a dormir.

  1. Lou accedió a la sala entre inspiraciones que no lograban llenar sus pulmones. Denotaba cansancio y una mala configuración de su estado nervioso: agitación y sueño. Antes de cerrar la puerta, me dirigió una mirada repleta de hastío.

– Ralph, empezamos a estar verdaderamente cansados de tu hermetismo, de esos circunloquios con los que tratas de impedir la confirmación de nuestras sospechas, de tu presencia en estas instalaciones, en definitiva. Hay maneras menos ortodoxas, pero bastante más efectivas de obtener lo que no quieres decirnos. Sabes perfectamente a qué me refiero y supongo que las palabras de mi compañero te habrán causado la suficiente aprensión. Aquellos que tardan en colaborar conocen la desagradable caricia de la electricidad y la finura de los bisturís. Tenemos especial placer en trabajar sobre traidores. Todo sigue estando en tu mano, nuestra paciencia se agota.

– Usted ha dormido mal, agente. Regrese mañana con amenazas más elegantes, su tosquedad resulta poco intimidante. Al contrario que la suya, mi noche ha sido buena, e intuyo que la que viene será aún mejor. Ustedes no pueden penetrar en mi mente. Insisto, mañana será un día más productivo y es posible que terminen su jornada contentos. Acuéstese pronto y descanse.

   Encaminándonos al patio interior de la central, Lou, nerviosa y enojada, argumentó sobre lo inapropiado de continuar con el procedimiento actual, debiendo por ello ser conducido Gonnor a nuestros «quirófanos». Ambos estábamos perdiendo la esperanza de evitar su traslado a esos cuartos que oficialmente no existen.

   Mi regreso a casa fue tranquilo, bajo un cielo limpio y con mucha luz solar, algo de agradecer cuando se trabaja tantas horas con luz artificial. Ya en mi apartamento, meditando en el salón en compañía de mis gatos, abrí una lata de cerveza y comencé a ver una película de David Lynch que tenía pendiente. La segunda hora de mi estancia ante el televisor resultó una alternancia entre cabezadas y esfuerzos por visualizar el filme. Decidí postergar el último tramo de la película para el día siguiente. Un fuerte aguacero golpeaba la ventana de mi habitación antes de acostarme. Era la descarga natural de las nubes oscuras que cubrían el cielo desde poco antes de la puesta del sol. El rugido de los truenos resultaba agradable, parecían indicar un final próximo para esa atmósfera eléctrica que no sienta nada bien al sistema nervioso de muchos. Dormí horriblemente mal. En mis pesadillas era perseguido, a través de un erial, por mi exmujer, su hermano, y un antiguo amigo del que me había alejado drástica y definitivamente después de una fuerte discusión sobre cuestiones políticas. Los tres sujetos portaban martillos, gritaban que iban a segar mi cabeza después de unos cuantos golpes en el cogote, que merecía el peor final posible por torturar a Ralph Gonnor, y que, si no me entregaba a ellos y aceptaba el castigo infligido por sus herramientas, yo sería responsable de su triple suicidio. Desperté con el sonido de un tren y con la visión de mis tres perseguidores decapitados en las vías del ferrocarril.

Ayer, mi estancia en la central de la CKMM fue penosa y surrealista, tanto como la de la agente Lou. Cada uno en su momento, pero invirtiendo el orden de entrada de los días previos, pasamos a interrogar a Ralph Gonnor con fuertes temblores y sudando como atletas de carrera larga. El reo, pletórico y enseñoreándose, nos sometió a una humillación que solo la más enfermiza imaginación puede concebir. Lou y yo fuimos incapaces de hacer más que unas pocas preguntas. Gonnor comentó lo feliz que era en la central, del gran trabajo de restauración que se había realizado años atrás, de la mejora del ambiente térmico gracias a la sustitución del antiguo sistema de calefacción y aire acondicionado por aparatos aerotérmicos, mucho mas silenciosos y eficientes. Habló de lo amables que habían sido con él los ex agentes Dahan y Clarks, con quienes llegó, según él, a una resolución amistosa del pulso psicológico. Exhaustos y con nauseas contenidas, solicitamos a Chernov nuestra sustitución en los interrogatorios a Gonnor. Él dijo que meditaría el asunto y nos concedió el resto de la jornada libre.

   Una vez había llegado a mi domicilio, traté en vano de recomponer mi mente. Comí poco y sin ganas. Invertí la tarde en pasear renqueante por el parque y sus calles aledañas. Padecía un cansancio físico, mental y bien podría decirse que también metafísico y espiritual. Las horas vespertinas me sumieron en una mezcla de dolor y letargo. De vuelta en casa no pude cenar, todo alimento suponía un atentado contra mi estómago. Alrededor de las diez de la noche, tomé un vaso de leche con galletas y me dispuse a irme a la cama. Me cubrí con sábana y manta, echando esta última al suelo al comenzar a sentir calor. Antes había tomado tres píldoras sedantes. Al poco tiempo dejé atrás la vigilia. Esta mañana he amanecido bañado en sudor y en algo más desagradable. Ahora, pasado el mediodía, empiezo a recordar el oscuro pasaje onírico que ha puesto la guinda a esta insoportable situación:

   En mi único sueño, despertaba súbitamente en una cama de madera, sobre el colchón más incómodo que jamás haya soportado mi cuerpo. A través de una ventana sin cristal se observaba una media luna cuyo contorno era de un rojo brillante. El suave viento que llegaba del exterior era templado pero muy inconstante en intensidad. No sabía donde me encontraba y decidí salir. Al atravesar la ruinosa puerta de madera que daba al cobertizo, observé un paisaje dividido por una línea recta, tal vez cercana a un horizonte que la noche hacía invisible. Desde la divisoria hasta la cabaña, el camino que tenía ante mí era de tierra seca y estaba salteado por pequeñas piedras y gravilla; la hierba, los matorrales y las hojas de los árboles a ambos lados de la pista, tenían un color verde que se iba oscureciendo con la distancia.  La bombilla del cobertizo convertía los colores en una progresión cromática hacia una negrura que tardaba en completarse gracias a la luz blanca de la luna. A lo lejos, una figura se acercaba por el camino. Cuando su contorno se hizo visible, a una distancia de unos cien metros, pude reconocer que se trataba de un jinete a caballo. El galope causaba un ruido extraño, similar al chasquido de leña en una chimenea, pero con ecos metálicos que carecían de todo sentido. Sobrecogido mientras lo veía acercarse, un sudor absolutamente gélido parecía brotar más de mi alma que de mi cuerpo. Me sentía inmerso en una vorágine lisérgica en la que los minutos se transforman en horas, contemplando exhausto como a medida que el jinete se acercaba, tanto el camino como la vegetación colindante que iba dejando atrás, adquirían el color negro del carbón con la palpitación rojiza del fuego. Se detuvo a unos 5 metros de mí, lo suficientemente cerca como para ver que él y el caballo constituían un centauro de piel púrpura y que los rasgos de su cara eran los de Ralph Gonnor. Portaba un saco que colgaba desde el lomo derecho de su parte animal. Con unos pocos trotes se situó de costado, pudiendo ver que la bolsa contenía un líquido con cosas grandes nadando en su interior. Cuando el centauro levantó su mano derecha señalándome con el pulgar, comencé a escuchar la voz de mi ex mujer, cuya cabeza se encontraba sin duda dentro del saco. Sus palabras articularon una frase despótica y amenazante: “Abraza a tus gatos, siente su calor, ámalos brevemente, tu tiempo a su lado se agota”. A continuación, llegó el turno de la cabeza de mi cuñado: “Psicólogo de pacotilla, remedo del peor retrato de Jung, acuarela de un mal pintor en sus horas de ebriedad, pretencioso y falso ilustrado, amante de polillas y otros bichos que revolotean frente a tu fea cara, recolector de ínfulas y citas de autores latinos. De parvis grandis acervus erit …”. Terminado aquel soliloquio, llegó el turno de quien tiempo atrás fuera un gran amigo: “Nefasto profesional que deja libres a criminales, torturador de inocentes que merece la peor ignominia. Un viento ha de llevarte en volandas y dejarte a solas en cierto lugar, con los seres queridos de aquellos que pasaron por tus manos”.

   Después de echar a lavar el pijama, he recibido una llamada de la central; Chernov me acaba de comunicar una malísima noticia: el hijo mayor de J.Lou la ha encontrado muerta sobre la cama. Una hora y media antes del hallazgo, Lou había sido informada del fallecimiento de su esposo, que se encontraba de viaje por asuntos laborales. Todo apunta a que mi compañera ha cometido suicidio mediante ingesta masiva de medicinas psicotrópicas. En todo caso, hay que esperar a que el forense emita un informe. Pero las piezas -las de Lou y las mías- encajan armónicamente, configurando el “anticlímax” de despertares gloriosos: ayer, antes de despedirnos, en el aparcamiento, Lou me habló de terribles sueños que atormentaban sus noches desde el martes; dijo que, en el más abyecto de ellos, su marido fallecía de una crisis cardiaca. Nada más terminar la conversación con Chernov, he apagado mi teléfono de trabajo asociado a la agencia CKMM y también el personal. En mi alterada psique tengo clavada una aguja. Tal vez decida cerrar mi existencia y abrir una ventana hacia un universo abrasador. En ninguna de mis pesadillas los pasajes han sido protagonizados por mis dos hijos y tal vez el centauro pretenda regresar una de estas noches. En este momento mi cabeza es un volcán que escupe las dudas de la saturación y la angustia. Tal vez, si me quito de en medio, Ralph Gonnor cabalgue en el sueño de otro.

Lisandro Tristensen.