ARTEMIDORO DE ÉFESO, YO Y LA FAMA

ARTEMIDORO DE ÉFESO, YO Y LA FAMA

8 de octubre de 2025 2 Por Ángulo_muerto
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JOAQUÍN ALBAICÍN

Si uno desea aleccionarse sobre la vida y milagros de determinada personalidad rusa y recurre en busca de ayuda a la vieja Enciclopedia Soviética, es muy probable que el noventa por ciento de la información allí hallada sea falsa de cabo a rabo, empezando por la más esencial: fecha y lugar de nacimiento, nombre de los padres, origen étnico… Incluso si abandonamos los espacios administrativos del totalitarismo, los retoques hechos por los asesores de imagen a las biografías de los candidatos electorales de los países democráticos distan mucho de ser un secreto. Pasan, de hecho, los años y las décadas y, por voluntad de los propios interesados, así como de sus amigos o enemigos, los primeros pasos públicos de muchos bustos de renombre mundial continúan inmersos en la oscuridad.

Se comprenderá la dificultad de esbozar siquiera un escorzo biográfico de un hombre que vivió en el siglo II a. C., cuyas obras no han sobrevivido y de quien sólo tenemos noticia por alusiones fragmentarias vertidas en obras de otros. Es el caso de Artemidoro de Éfeso, un geógrafo y viajero cuya trayectoria vital ha tratado de reconstruir, en lo posible, el filólogo e historiador Luciano Canfora en El viaje de Artemidoro, publicado aquí por La Esfera de los Libros. Canfora, que, si no yerro, es asimismo autor de un notable ensayo sobre las artimañas dialécticas con que los estadistas disfrazan las auténticas razones por las que llevan a sus pueblos a la guerra, completa su investigación con la reconstrucción de las peripecias de un falsificador que, en su día, hizo circular por los medios académicos fragmentos espurios de la obra de Artemidoro, lo que –aparte de devolver a nuestra memoria gratos recuerdos de una novela de Sciascia- viene a estrechar aún más, si cabe, la tangencia siempre detectable entre verdad y mentira, entre identidad y máscara.

Nosotros lo tuvimos durante años muchísimo más fácil que Artemidoro, porque lo que sí era garantía de autenticidad en nuestros años mozos y no tan mozos era la fama postal o cerillera. Ahí sí que no había pamplinas ni vueltas atrás. Hubo un tiempo, largo tiempo, en el que, si uno veía estampados su rostro y nombre en las cajetillas de fósforos, no digamos ya sobre el facial de un sello de correos, no cabía la menor duda. ¡Era famoso! Imagínate ya si salías en un cromo de los que acompañaban a las chocolatinas. Estaba claro que eras un Príncipe de Prusia, una cupletista de postín o un torero de pelo en pecho, no había duda. Tu paso por la vida era irreprochablemente real, nada que ver con el de Artemidoro o los miembros del Politburó. Yo, coleccionista filatélico, me hacía la ilusión de ver un día mi cara y patronímico en un sello de correos de Mongolia, Rusia, Zanzíbar o la Costa de los Somalíes. Hoy, de cumplirse esa sana aspiración mía, únicamente sería famoso en la Plaza Mayor y sólo los domingos, que es el día de mercadillo, o una vez al mes en la feria de coleccionismo de Villanueva de la Serena, porque apenas nadie sabe ya qué sea un valor postal y cada vez somos menos los hombres de verdad, los que encendemos el pitillo exclusivamente con cerillas de cocina.

¡Así es! Contemplo al gato lamiéndose las patas tras dar cuenta de su sardina con tomate y comprendo y asumo que ya no seré tan célebre como un lejano día fantaseé y podrán, pues, decirse de mí en el mañana remoto tantas falacias como se han soltado de Artemidoro… A no ser que lance mi propia emisión de cajitas de cerillas. ¡Es sólo cuestión de financiación! ¡Vamos allá esos promotores!