BREVE CRÍTICA A LA ESCATOLOGÍA DEL LIBERALISMO

BREVE CRÍTICA A LA ESCATOLOGÍA DEL LIBERALISMO

19 de febrero de 2024 1 Por Ángulo_muerto
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Guillermo Mas Arellano

Contra el relativismo lingüístico que postula la contingencia conceptual de las lenguas se erige la unidad trascendente de las religiones nacidas de la revelación en su rango esotérico profundo. Ese conocimiento hermético se ha mantenido a salvo por algo superior a cualquier variación verbal: en los mitos y símbolos atemporales. Gracias a esos soportes materiales de lo eterno, los dioses del pasado aún pueden vivir en el presente; y si no lo hacen, como en efecto sucede en nuestros días, es únicamente por culpa nuestra, pero estamos a tiempo de llamarlos para que hagan su aparición en el futuro. Es necesario invocarlos con la palabra precisa, el símbolo adecuado, el gesto otorgado por la revelación. La guerra, como sucede en otro orden de las cosas con el amor o la creatividad, es capaz de despertar el caos que engendrará un nuevo orden superior si se convoca a los dioses para que combatan junto a nosotros. Porque nuestros enemigos viven en el Infierno, con deidades de barro engendradas por la usura.

La usura es un mal del liberalismo. Llamar a las formas de usura moderna “neo-liberalismo” es, en ese sentido, absurdo, además de sumamente impreciso. La creencia de que todo se puede comprar con dinero, especialmente lo inmaterial, resulta la transformación de la usura en dogma de una nueva religión social de signo materialista: esa es la esencia más profunda del liberalismo. Una forma política que se transmite por medio de la economía, la cultura, la publicidad, el consumo o, en último extremo, la guerra. Que pretende imponer su forma política por medio de la utilización de todas esas áreas de la colonización moderna. Y que muy especialmente se ampara en el progreso tecnocientífico para trastocar todos los ámbitos de las sociedades afectadas en su beneficio. La sociedad abierta, partidaria de la usura, es la más cerrada de las sociedades que se pueda imaginar.

En la política no se puede vacilar cuando el enemigo hace su aparición. La confusión terminológica acerca del liberalismo favorece de forma interesada la vacilación: es una técnica de guerra cobarde pero eficaz. Es el gregarismo lo que busca extender el liberalismo por medio de su moralismo universalista de segunda, amparado en una forma especialmente degradada de neo-lengua. Aunque no lleven rifles, su intención colonizadora no es menos evidente. Y precisamente si no llevan rifles, esa labor imperialista sólo puede funcionar valiéndose de la dejadez de los pueblos. Considerándose mejores, los liberales terminan por imponer, en nombre de unas intenciones “ilustradas” estupendas, sus costumbres a otros pueblos que, según su criterio, deben ser educados. Al tiempo que hacen negocio con ellos o gracias a ellos, ya de paso. Por eso el liberalismo es universalista: no quiere coexistir con otros modelos, sino terminar con ellos para imponer su forma política, su modelo civilizatorio, por encima de las voluntades autóctonas. El Bien se identifica escatológicamente con la socialdemocracia liberal; y el Mal es, por contra, todo esfuerzo refractario por resistirse a ello.

La conquista es territorial, pero no solo. Se trata sobre todo de un ataque de mentalidad: el imperial british way of life se vuelve masificado con el democrático american way of life que todos padecemos en el mundo desarrollado. La labor no es menos eficaz por ello. Lejos de resultar liberadora, la ideología de los Derechos Humanos resulta asfixiante. La relación entre capitalismo y desarraigo, tanto en el sentido metafísico del término como en el literal, resulta evidente: la libre circulación de capitales y personas convierte a los individuos en una mercancía más. Con su política de previsión algorítmica la socialdemocracia funciona así: reduce a las personas, por medio de un vasto y complejo sistema burocrático, en una cuestión de cifras homogéneas intercambiables entre sí.

En el mundo tradicional la individualidad funcionaba como una máscara de teatro en la Grecia Arcaica: tapando los rasgos superficiales del actor y potenciando en su lugar la tendencia al absoluto de su arquetipo concreto. En ese sentido el modelo de la Tradición ha fracasado: la fragmentación del individuo es profunda. Eso no significa que no tendamos al absoluto al que estamos abocados, sino que aprendamos a generar el caos del que emanará un nuevo orden constituyente tanto en lo colectivo como en lo personal.

La crítica a la Modernidad ya no puede venir de la Tradición, o por lo menos no en muchos puntos donde su incomprensión sobre el tiempo presente es amplia; y la Postmodernidad, el otro ideal de civilización opuesto al de lo moderno, no ha sabido escapar a las estrategias desautomatizadoras y reapropiadoras que el Sistema ha practicado contra los intentos serios de subversión posteriores a la IIGM (véase el papel de la CIA detrás de Mayo del 68 y de la Operación Gladio). Debe producirse una síntesis superadora, una simbiosis en su crítica anti-moderna que sepa abrirse de la deconstrucción hacia una reconstrucción, entre Tradición u Postmodernidad. Se hace preciso convocar a los dioses para que empuñen armas contemporáneas en nombre de ideales inmarcesibles. En el plano humano eso se consigue instaurando una vía ascética de carácter caballeresco, eminentemente heroico, aplicado al tiempo presente.

Lo que la Modernidad hace con el sujeto la postmodernidad con los pueblos. Así es como la antropología y la epistemología se convierten en imperialismo. Por medio de una metapolítica colonialista que hace la guerra desde muy diversos ámbitos que nada tienen que ver con la técnica bélica y que, en cambio, están fundados en una metapolítica profunda de signo religioso que vive en guerra constante contra las demás formas de civilización: el liberalismo. Una religión política que a pesar de defender el relativismo en la teoría impone su terminología globalista y se constituye ónticamente contra el ideal antropológico tradicional, al que busca aniquilar, en todas sus variantes sin excepción. Fascismo es su apelativo preferido, aunque políticamente impreciso, para referirse a toda oposición filosófica a la globalización; y en segundo lugar utilizan, por orden de conveniencia, al comunismo, por no hablar de otros fantasmas políticos, como el medievo, invocados para silenciar y deslegitimar al refractario.

La globalización es el auge de la Modernidad en su variedad ideológica liberal tal y como la remodeló Hayek con financiación de los Rockefeller, con una ambición imperialista evidente de signo tecnoeconómico que pretende subsumir a todo el orbe bajo su forma política y hasta mental. Liberalismo equivale aquí a Progreso según criterios tecnocientíficos y democráticos por supuesto viciados de antemano. Un modelo que debe ser universalizado en todos los ámbitos de la vida humana: pensamiento, vestimenta, hábitos, relaciones, autopercepción… Precisamente, tal y como han señalado De Benoist o Dugin, hace falta mejorar el tiro allí donde fascismo y comunismo fracasaron, para resistirse a esta brutal intromisión impositiva en la existencia general de los seres humanos, precisamente evitando asumir, como ocurrió con estas dos ideologías de la Modernidad, principios contrarios tanto a la lógica tradicional como a la lógica que posteriormente se erigió como postmoderna.

Una de las principales características históricas de nuestra época es el hecho de que posee una autoconciencia histórica muy marcada. Un rechazo del pasado, al que se considera cerrado, de signo eminentemente milenarista y utópico, más tarde cerrado también al futuro, a pesar de la aparente actitud de optimismo hacia él. Con el final de la Segunda Guerra Mundial, la Historia se juzga a sí misma como un hecho en cierto sentido ya consumado. En ese sentido, el liberalismo occidental que ha estudiado civilizaciones recónditas desde una perspectiva estructural no ha hecho otra cosa que aplicar su despótico imperialismo de una forma totalmente opuesta a las viejas actitudes de respeto por la cultura local presentes en algunos grandes imperios de la Historia, tales como el romano o el hispánico. Y eso tiene mucho que ver, aunque en principio no lo parezca, con el estudio de la lingüística desde un marco antropológico realizado por, entre otros, el ilustrado Claude Lévi-Strauss y la feminista Margaret Mead.

La Historia universal no es, contra lo que postula el universalismo liberal, una empresa protagonizada por Occidente. La Iglesia católica es el modelo más claro de universalismo moderno tal y como después lo replicó, a partir de una crítica que buscaba reapropiarse del modelo, el liberalismo. Más adelante otras propuestas similares, como la de la Liga de las Naciones que Lovecraft criticó duramente en las páginas de The Conservative, o la actual ONU, parten de presupuestos secularizados heredados de la Iglesia.

En 1941, Carl Schmitt hizo una apreciación similar: “En Alemania no se ha concedido la atención debida al hecho de que una teoría sustentada en Inglaterra se haya aprovechado precisamente en gran manera del desenvolvimiento técnico moderno para, después de superado el Estado, abrir camino a un Derecho mundial universalista, sostenido por la Sociedad de Naciones o por otras organizaciones, con lo cual se hace plausible la superación del Estado en sentido universalista”. Todos esos organismos están fundados en una moral que se quiere religiosa, aunque en base a ella practiquen modelos de acción faltos de cualquier principio ético, tales como la usura. En realidad, no es otra cosa que una desacralización del ideal milenarista del cristianismo, fundada sobre la teoría de la Historia de, entre otros, algunos pensadores relacionados con las así llamadas religiones del desierto (judaísmo, cristianismo, mahometanismo), como por ejemplo Joaquim de Fiore, Giambattista Vico, Karl Marx o Georg Wilhelm Friedrich Hegel.

Muy especialmente en Francia, Auguste Comte, Antoine Agustin Cournot, Raymond Ruyer, Richard Coudenhove-Kalergi y muy especialmente el hegeliano Alexandre Kójeve (plagiado por el muy inferior pero mucho más célebre Francis Fukuyama) continuaron con esa labor en una clave laica y eminentemente sociológica que pretendía reducir todos los acontecimientos de la Historia a un cálculo informatizado de previsiones acerca del estado general del día a día monótono y burocratizado. La unificación de la humanidad en nombre de un universalismo homogeneizador. Y seréis felices. Pensadores como Arnold Gehlen o Gillo Dorfles, como señala acertadamente José Luis Pinillos, han trabajado esta cuestión desde la estética como cristal amplificador del agotamiento intelectual que padece la humanidad en su conjunto. No hay lugar para las ideas o para las artes, para la estética y para el pensamiento, en un régimen tecnocientífico regido por la razón instrumental de las máquinas y los burócratas. Sólo el comercio, la usura, sigue progresando hacia su perfección eficiente en el Paraíso liberal de la posthistoria.

La posthistoria dibuja un Paraíso utópico en la tierra con forma de mega-urbe con estructura de centro comercial planetario que es controlable desde el panóptico espacial en el que las élites sobrevuelan un planeta cada vez más depauperado y una realidad social de hipervigilancia y realidad simulada. Donde la frontera entre el trabajo y el ocio sea ya inexistente. Con la cancelación de la Historia y el vaciamiento de significado de los pueblos y los individuos, las relaciones humanas imitaron a las leyes financieras: la existencia pasó a regirse por una lógica extraterritorial fundamentada en el movimiento exterior carente de arraigo. Un narcisismo de signo claramente mercantilista, de producción y consumo, que pasó a impregnar todos los ámbitos de la vida social: la política, el pensamiento, la estética, la comunicación… La moda como neo-colonialismo. La masificación y el igualitarismo sólo pueden crear hombres indistinguibles entre sí, tan afines los unos y los otros como las hormigas de un mismo hormiguero.

Desde un punto de vista existencial, el liberalismo vive en una falsedad constante: en base a la promesa de un falso progresismo. Sólo una sociedad adanista que desconoce el pasado puede darle pábulo al relato progresista de la Historia. Su proyecto de generar una sociedad basándose en la usura, en el economicismo, en vez de en la política, supone un serio peligro para el ideal de hombre y de comunidad. La política se convierte en gestión, vaciada de contenido político, sumida en la realpolitik de los acontecimientos que pueden ser previstos de antemano mediante cálculos algorítmicos. Pero la Historia siempre despierta para demostrar que no ha acabado, por medio de la guerra: Ucrania o Gaza son, en estos días, ejemplos notables del desengaño constante al que, según Unamuno, nos someten los liberales. Antropológicamente, el homo economicus es un ser vacío, ni siquiera un individuo, sino un aborto humano nihilista y narcisista que vive entregado a sus más bajas pulsiones por medio del trabajo asalariado y el consumo en un ambiente material cada vez más precario.

El progresismo es evolucionista y, desde el punto de vista antropológico, cree estar brindando avances cuando en realidad sólo está ahondando en la hecatombe existencial del homo economicus en tiempos de globalización. Esta concepción antropológica nace de la oposición a todo principio metafísico o trascendente que pueda otorgar un significado espiritual y superior a la existencia humana. El punto culminante del nihilismo tal y como lo criticó Nietzsche es la sociedad situada más allá de la Historia tal y como la conciben los mesianismos secularizados como el comunismo o el propio liberalismo. El globalismo pretende convertir el planeta en un inmenso mercado planetario: por eso es preciso erradicar las identidades locales y las individualidades distinguidas. El individualismo nihilista es lo contrario al superhombre nietzscheano, es el reino del último hombre en el que un criterio de rentabilidad dirige la existencia humana, precisamente por la ausencia de otro criterio mayor. Es un proceso demoníaco en el que la atomización, tan conveniente para el Poder, se hace pasar por liberación.

La destrucción de unos valores compartidos, en consonancia con la aparición y el desarrollo de nuevos dispositivos electrónicos que abren la puerta a la realidad virtual y el Simulacro, hace que la comunicación entre miembros de una misma comunidad sea cada vez más una entelequia. Lejos de unir a los hombres bajo un signo fraternal, el igualitarismo acaba con el ideal de justicia, jerárquico por naturaleza, sumiendo a todos los integrantes de un pueblo en una lógica hobbesiana de todos contra todos, fundamentada en las leyes del Mercado, en la que solamente el Estado puede mediar entre los actores implicados, sin intervenir por ello en el éxito financiero fundamentado en la usura de los grandes emporios oligárquicos que en realidad dominan las socialdemocracias. Así es como la naturaleza de las cosas deja de tener relevancia y sólo importa el beneficio que podemos extraer de ellas: la lógica de la rentabilidad sustituye la búsqueda de la sabiduría como brújula ética de los seres humanos. El sentido económico desnaturaliza al hombre arrancándole de su medio orgánico. La lógica humana se sustituye por la lógica inhumana de la Técnica y el Capital que destruyen la Naturaleza en la que el propio hombre se inscribe.

No hay, en la práctica, diferencia alguna entre liberalismo y progresismo. Todo aquello que atenta contra esa lógica de mercado es tildado de reaccionario y se le acusa de reprimir los instintos naturales, esto es, las pasiones bajas desbocadas y tan rentables para el Sistema, de los individuos-narcisistas que tienen derecho a consumir de manera ilimitada. El exceso material acaba redundando, a la larga, tras satisfacer brevemente nuestras pulsiones más bajas, en una profunda infelicidad que se quiere hacer pasar por patológica e individual cuando en realidad es espiritual y colectiva. Hemos pagado con el sinsentido existencial y la descomposición comunitaria nuestros tontos artilugios progresistas: es el problema de confundir, como indicó Guénon, los medios con los fines. La libertad del individuo, careciendo de una finalidad concreta, se vuelve contra su usuario de forma letal. Las relaciones contractuales como modelo de la vida social terminan desembocando en una ausencia total de raíces que convierte a las personas en objetos intercambiables entre sí, productos destinados a ser utilizados por el Mercado hasta que le resultan inútiles.

El hombre está habilitado para cumplir su Destino particular sólo cuando ha encontrado su lugar dentro del Destino como pueblo dentro de lo universal de la patria a la que pertenece desde el momento mismo de su concepción. El Ser necesita desarrollarse dentro de un hogar que es físico en primer lugar y que se abre hacia lo metafísico en base a su arraigo material. Es la naturaleza de las cosas que se manifiesta en los pueblos y en las personas, revelando la finalidad superior a la que sirven. Se trata de algo esencialmente incompatible con la ideología liberal del Progreso, que aniquila el pasado al identificarlo con un retraso, en base a un futuro utópico que nunca llegará y cuya resolución siempre será el desengaño.

Frente a la represión del pasado atrasado, la libertad progresista está en la atomización consistente en liberarse de todos los vetustos ideales pasados, para llenar el vacío dejado en su lugar con una acumulación material que sustituye la cualidad existencial por la cantidad mundana. Y, por supuesto, la lógica racionalista de mercado, basada en el cálculo y la previsión, sustituye asimismo la lógica espiritual del heroísmo capaz de hacer lo sacro en nombre de un principio superior o de una jerarquía social.

La globalización es, con su ideal universalista propio de la Modernidad, un avance incansable de una ideología homogeneizadora que pretende sustituir las particularidades de cada pueblo concreto, dentro del esquema Tradicional que es común en su contenido esotérico, para mejor imponer un único modelo de metapolítica liberal. Su individualismo es masificado porque no está capacitado para responder a la pregunta esencial por el Destino concreto de cada individuo dentro de su marco social. En el diseño liberal de sociedad, el hombre no es un “quién”, una individualidad diferenciada, sino un “qué, un objeto” deslavazado. El mundo superficial de lo exterior, de las apariencias, tan dado a los espejismos y a las simulaciones, sustituye así al mundo interior del habitar poético del mundo. La raíz queda postergada a un lado para que a cambio el rizoma, el paradigma de la fluidez mercantilista que nos moldea a imagen y semejanza del Capital, ocupe su lugar.

La apoliteia presente en la socialdemocracia burguesa delega en los tecnócratas, en los estadistas, en los economistas, la gestión de la política vaciada de verdadero contenido político. Un contractualismo social cuyo verdadero fondo metapolítico es el nihilismo de la liquidez despojada de unos ideales sólidos sobre los que fundarse. Los ideales del nihilismo son deconstructivistas, negativos, propios de un escepticismo que nunca pone nada en lugar de aquello que es disuelto: simple y llana negación ad nauseam de todo aquello por lo que vale la pena existir. No puede haber una política fuerte que confiera al Estado una fuerza suficiente como para imponer su voluntad sobre la Técnica o el Mercado; y es justo por eso que todo afán jerárquico, aristocrático, es despreciado en beneficio del interés de una oligarquía aburguesada y estéril desde el punto de vista espiritual o simplemente intelectual. En la globalización la política sólo es concebida para salvaguardar los intereses del Mercado y el desarrollo constante de la tecnociencia; todo lo demás será considerado siempre, haciendo gala de una imprecisión terminológica notable, comunismo o fascismo. La tradición liberal que pretenden defender algunos conservadores no puede ser, en ese sentido, otra cosa que una demolición de la verdadera Tradición sapiencial en su infinita gama de variaciones locales.

La homogeneización moralista y economicista que el liberalismo ha dispuesto en el centro de su globalización en la Modernidad tardía no es otra cosa que el triunfo de una política blanda, de un pensamiento débil, de una humanidad herida, en favor de los mecanismos estatales que habilitan el dominio inconsútil de Mercado y Técnica al alimón. Eliminando toda diferencia entre pueblos e individuos se acaba con toda posibilidad de generar un contenido metapolítico con aspiración a la autenticidad; y sin el marco adecuado, ni siquiera el hombre diferenciado, cada vez más asediado por la atomización social, la depauperación material y espiritual, la digitalización virtual, los simulacros pseudo-históricos y la intromisión estatal en su vida, entre otras muchas manifestaciones como la desaparición de los afectos en beneficio de la lógica mercantil entre las personas, apenas si puede aspirar a cabalgar el tigre en algunos momentos concretos del asediado día a día. Ya no hay política porque no hay capacidad de decisión real; ni tampoco amigos y enemigos, como observó el siempre sagaz Carl Schmitt, sólo un ambiente de competencia financiera por los recursos y los espacios desprovisto de cualquier atisbo de metapolítica en favor de una realpolitik ramplona en lo intelectual.

No nos engañemos: despolitización sólo puede implicar deshumanización. Únicamente una guerra tiene la potestad para despertar a esta civilización maltrecha, cada vez más decadente y abocada a su disolución; y solamente el amor o la creatividad, como reproducciones a pequeña escala del caos generalizado que implica toda guerra, permiten al individuo generalizado replicar esa descomposición reconstituyente del Ave Fénix que vuelve a nacer de cuerpo y de espíritu a partir de sus cenizas. Debemos asumir la forma de lo informe, en el marco de esta civilización que tiende de forma natural hacia el desengaño que se oculta tras el espejismo de lo ilimitado, para mejor generar un caos interior y exterior que disuelva la globalización, el liberalismo y la Modernidad desde dentro de sus sociedades, partiendo del interior de sus contemporáneos, para mejor hacer leña del árbol caído tras su solitario derrumbe en el bosque. Utilizar la fuerza del enemigo contra el enemigo, empleando la inercia de su propio movimiento contra él, es una antigua noción guerrera que los hombres del siglo XXI debemos tener presentes si queremos salir de esta época oscura en busca de un renacimiento total.

Toda metapolítica se imbrica en una concepción espiritual profunda porque no hay autoridad jerárquica efectiva en lo material que no se fundamente sobre principios trascendentes. Nuestros actuales gobernantes, los grupos financieros de carácter oligárquico, no sólo se fundamentan en un vacío absoluto, sino que quieren una oclocracia como forma de Gobierno para poder dirigir, por medio de la educación, los medios de comunicación y la realidad virtual, las vidas de los individuos atomizados y masificados según les resulte conveniente, es decir, alejados por completo de cualquier ideal espiritual elevado. El acervo de mitos y símbolos compartidos en todo pueblo tradicional ha dejado lugar a un conjunto de referentes culturales efímeros que la moda va sustituyendo en todos los ámbitos, de la publicidad a las galerías de arte, de forma periódica pero siempre desde el mismo fondo nihilista. Por eso, hasta que las condiciones históricas sean propicias para un despertar metapolítico, nuestra única aspiración debe ser mantener la ascesis amorosa y creativa que alimenta la virtud del individuo diferenciado: aquel que sabe emboscarse en una casa del Ser auténtica y situada, por su carácter vertical profundo, más allá del desértico signo de los tiempos.