EL ÚLTIMO NO HAY BILLETES DE LUISA ORTEGA

EL ÚLTIMO NO HAY BILLETES DE LUISA ORTEGA

14 de marzo de 2024 0 Por Ángulo_muerto
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JOAQUÍN ALBAICÍN

Uno de los baremos de los que desde la infancia echo mano para medir el paso del tiempo es el de los aficionados que quedan vivos de cuantos el 30 de mayo de 1948 tomaron asiento en el tendido de Vista Alegre para estar en la triunfal Corrida de los Tres Gitanos, con Cagancho, Gitanillo de Triana y Rafael Albaicín ante seis toros salmantinos de Sánchez Fabrés. Y este año, a la postre frío, se ha llevado a los tres que me constaba que, aunque achacosos, seguían en pie, los tres importantes para mí: Fernando Sánchez Dragó, el pintor Jesús G. de la Torre y mi suegra y segunda madre, Luisa Ortega. Jesús también asistió, por cierto, al impactante debut de Luisa en el Teatro Calderón de Madrid.

Sevillana como el Gran Poder y, por vivencias, más madrileña que los sandwiches de Rodilla, gitana y elitista, bonita en cutis y maneras hasta el final, en mi casa se habló de ella desde que yo tenía uso de razón. Conocerla, lo que se dice conocerla la conocí en un pase de modelos de Manuel Piña en que desfilaban su hija Jordana y Joaquín Cortés. Y después, pues bueno, todo lo que ha ido viniendo…

Nacida en 1931 en la casa de fachada azul y blanca, hoy número 53 del callejero, junto al Badulaque y frente a las efigies de su padre, Pastora y Chicuelo, pura Alameda de Hércules, me hablaba Luisa interminable, gozosamente de flamencos como Curro de la Jeroma, que nació o, al menos, vivió en la calle Lumbreras y cuya madre, Encarnación, vendedora de alhajas y mantones, era familia lejana de la de Luisa y muy amiga de la de Maleni Loreto. Tocaba tremendamente bien el piano de oído y en la casa de los Pavón siempre se subrayó que Curro murió la misma noche y a la misma hora en que nació Arturo. Por martinete consideraba Luisa que el mejor había sido su suegro, Arturo Pavón padre. Por siguiriyas y saeta su padre, Manolo Caracol. Por bulerías, La Moreno. Y nunca vio, decía, bailar a nadie como a Carmen Amaya una noche de fiesta.

Hay personas”, me decía hace no mucho en el porche de casa, “a quienes quisiera ver ahora, gente con un color y un calor: tu abuelo Rafael, Joaquín Cagancho”… Y antes que a ninguno a su marido Arturo, por supuesto. Y también que escuchar a su padre cantar al Gran Poder en Sevilla era… “Después de eso, acordándote, podías pasar tres o cuatro días sin dormir”, aseveraba. Pues ya los está viendo a todos.

A la materialización de este homenaje benéfico -a fin de poder sufragarse los gastos generados por meses de asistencia sanitaria y tratamiento médico- y, al final, póstumo para pesar de todos, impulsado por su hija Salomé Pavón, han contribuido generosamente el ayuntamiento de Fuente de Cantos, que puso la cartelería, y, aportando el Teatro Alameda, antiguo cuartel -nos recuerda Juan Silva de los Reyes- de la policía a caballo, el Instituto de la Cultura y las Artes de Sevilla (ICAS).

Y, por descontado, los artistas. ¡Por algo lo son! Gracias de corazón a todos ellos, porque para una fiesta, un banquete, un posado o echar un rato todo el mundo es gitano y flamenco. Pero a la hora de dar el paso al frente y poner la carne en el asador de la solidaridad y la generosidad, esas condiciones se disuelven en muchos casos con mayor rapidez que un sobre de Catunambú en un vaso de agua. Los que han estado hoy aquí pueden llevar a gala serlo -gitanos, flamencos- de verdad.

En casa de la dinastía torera de los Chicuelo –tan egregia como la de los Gallos, tíos de Luisa- comienza la jornada con un arroz con perdiz cazada y guisada por Curro Chicuelo, bajo la mirada de la cabeza de un toro matado por su bisabuelo en 1900 y que ahí está, en la pared desde entonces, disecado a base de algas de mar. Pasan las horas previas entre llamadas de móvil, ajustes de última hora e idas y venidas del equipo de asistentes entre cajas: Rafael Loreto, María Chicuelo, María Gilardi y Carlos Martín Núñez, gentes, pues, del toro y la Semana Santa velando porque todo salga bien en el último no hay billetes de Luisa Ortega.

Inaugurada la velada con un vídeo de Luisa con Arturo Pavón al piano y que nos recalca a los ya no tan jóvenes que nacimos en un mundo en blanco y negro, Jorge Cadaval oficia a lo largo de la misma como maestro de ceremonias con esa naturalidad, buena sombra y arte que desde hace tantos años sostienen a él y a su hermano César a la cabeza de la élite de la familia del espectáculo.

Y en cuanto al gran plantel de artistas, el respetable se deleita con el magisterio y clasicismo desplegados por un Paco Cepero permanentemente en gran momento, los destellos por soleá de José de la Tomasa o las siguiriyas de Paco la Luz de un Vicente Soto Sordera que se destetara ante el público en Los Canasteros y otorgante de alma flamenca a Don Quijote y Pessoa, el primero y el tercero llegados desde el Jerez natal de la madre de Luisa Ortega. Entrecerramos los ojos y seguimos “viéndola” a ella, a la niña que no podía decir que le gustaban Armillita y Luis Miguel porque, en su casa, los hombres eran todos de Gitanillo y demás heraldos del Duende antes, de con el cambio generacional de los 50, traspasar su pasión taurina a Curro Romero y Manolo Vázquez.

Nos vienen, sí, a la cabeza sus evocaciones del Britz y del estudio de la Plaza de la Mata, de Rainiero y Grace Kelly entrando en Los Canasteros, los recuerdos de Semana Santa en La Reja, y de un chalet en la Florida custodiado por mastines con nombres de estrellas y de un estilizado metro ligero que, al anochecer, surcaba en silencio el horizonte de Las Rozas. Todo ello a caballo de los bordonazos y floreos de las magníficas guitarras de Carlos de Jacoba, El Perla y Juan Vargas.

Clásica, arquetípica sobre esta pátina de nuestros recuerdos aún frescos se muestra también Carmen Ledesma por soleá por bulerías, con un braceo continuador sin duda de los de La Macarrona y La Malena, deidades señeras del baile de la Alameda. Y a base de clasicismo arranca asimismo los olés Javier Heredia, un artista aún joven pero muy a la antigua usanza de los Anzonini y Paco Valdepeñas que en el mundo han sido…

Deslumbra como siempre Angelita Montoya, tremenda y sensacional heredera de su madre La Negra. Y cosecha asimismo laureles Lela Soto en unos tangos destilados con tanta dulzura como peso. Y Farruca por bulerías marcando con enjundia los acentos de una dinastía bailaora esencial. De la Extremadura donde Luisa Ortega ha exhalado su postrer suspiro ha bajado un joven cantaor en ascenso, Daniel Castro, quien -secundado por la percusión de Pakito Suárez El Aspirina, la flauta travesera de Ostalinda Suárez y la guitarra de Juan Vargas- nos regala el sabor de esos tangos asociados desde siempre a las maneras de Porrina.

David de Jacoba se vende caro por siguiriyas radiantes, conmovedoras por su sentimiento y sello. Y suenan el asolerado relincho de Jesús Méndez y la sabia naturalidad de Manuel de la Tomasa, cantaores los tres que se han abierto paso a base de verdad y corazón en unos tiempos tensos, difíciles para el Duende. Porque la de hoy, clausurada con las tres hijas de Luisa agradeciendo desde la corbata del escenario el calor y la respuesta entusiasta de Sevilla, ha sido una noche, sí, de salutación y tributo a un tiempo que se fue, mas también de afirmación de eso, de lo clásico, de lo que Rafael El Gallo definía como “lo que no se puede hacer mejor”. Una noche de emociones envueltas en el manto de la nostalgia, pero también preñada a teatro lleno de semillas flamencas para el hoy y el mañana. Luisa Ortega la ha hecho posible y al Cielo le enviamos, con estas líneas, todos los parabienes y afectos que ella sabe.

¡Gracias a todos! ¡Gracias, Sevilla!