VERDADES DE TORERO, TOREROS DE VERDAD

VERDADES DE TORERO, TOREROS DE VERDAD

2 de febrero de 2023 1 Por Ángulo_muerto
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JOAQUÍN ALBAICÍN

El tiempo dista mucho de ser una panacea sanadora de oficio, pues no fluctúa a idéntica velocidad para unos que para otros y no todas las almas encuentran el mismo gusto a su implacable transcurrir ni a los regalos y sustracciones que a su paso va dejando. ¿No es verdad que cada herida y cada beso se cierran a su propio compás de cicatrización?

Viene esta reflexión a cuento de que es casi de rigor que, salvo contadas excepciones, los toreros, cuando llevan décadas en el retiro y son invitados a juzgar a los que les han sucedido en los afanes, cornadas, sobresaltos, lances y laureles del escalafón, resuman el asunto en unos términos que vienen a decir: «En mi tiempo todos teníamos una gran personalidad, no nos parecíamos entre nosotros. Y el toro era más bravo y con más poder. Hoy no hay personalidad, todos son iguales e intercambiables. Y el ganado que se lidia propicia el triunfo constante y la monotonía».

Da igual la época. Se trata de un resoplar recurrente en quienes se cortaron -de hecho o implícitamente- la coleta, sin que parezcan advertir que lo que ellos largan de los jóvenes hoy en activo es lo mismo que sobre ellos mismos opinaron sus predecesores. Porque eso ya lo tosía con desdén Guerrita de los toreros de la Edad de Oro. Y éstos de los de la de Plata. Y éstos de los de la posguerra. Y los de la posguerra de los de los años 60 y 70. Y éstos, a su vez, de los triunfantes en los 90… Así, hasta hoy. Es un tic diríase que patológico de los toreros jubilados. Generación tras generación hace presa en ellos cada vez que, cuando ya usan bastón, son emplazados por un periodista para hablar sobre lo divino y lo humano de su arte ante un café o una caña en el Miguel Ángel o en el Hotel Colón de Sevilla. Me parece que sólo la nostalgia y el ensimismamiento en las propias vivencias -a una edad comprensiblemente más gratificante que la vejez o la avanzada madurez desde la que ya ésta se vislumbra- pueden justificar esa tan distante y displicente mirada hacia quienes, de un modo u otro, no dejan de encarnar su posteridad y legado, además de mirarse en su ejemplarizante espejo.

Esa suerte de consternación cíclica aflora, por supuesto, en bastantes de las entrevistas a ases del toreo de antaño y hogaño incluidas en su nuevo libro por Zabala de la Serna, conocedor del mundo del toro desde niño, cronista de perspicaz mirada y pluma rauda y destellante que se ha hecho acompañar por la cámara de Aymá, de la que -ahora que ha muerto Mondeño- los toreros y taurinos emergen con silueta y gestos de monje, como personajes de El nombre de la rosa.

Hay que leer este Ya nadie dice la verdad de Zabala de la Serna, publicado por El Paseíllo y que da continuidad al Hablan los viejos colosos del toreo de su padre o al clásico de Parmeno, aquel Lo que confiesan los toreros. Y hay que leerlo porque de labios de un torero raramente nada brota porque sí. Y es que nunca se ha sabido de la existencia de ningún torero tonto. ¿Cómo, en efecto, podría un lerdo practicar la operación de destilación alquímica que supone pensar ante la cara del toro? Toreros, pues, los ha habido y hay humildes o arrogantes, felices o peleados con la vida, impertinentes u oportunos, de luces y oscuros… Pero faltos, ni uno.

Así que en este libro hay -y de boca de sus protagonistas salen- muchas cosas de peso, más allá de la amarga perplejidad por que el tiempo haya pasado a un ritmo que acaso no era el que más nos convenía, llevándose con él la frescura de unos loores y celebraciones cuyo verdor quisiéramos que hubiera durado más.

¿Qué cosas? Pues el señorío de El Viti: de otra época, sí, pero inmarchitable por esa misma razón. Las reflexiones en blanco y negro de Rafael de Paula sobre Juan Belmonte. El liderazgo imbatido en lo suyo de Espartaco, El Juli y Ponce. La motivada escenografía de un Morante paseante entre epitafios. Un José Luis Lozano con la cabeza tan lúcida y las ideas tan claras como hace cuarenta años, que habla en nombre de toda su casa y se acuerda de las tertulias en la de Pepe Díaz, encima del Gijón. Las caricias al silencio de un Curro Romero que siempre ha sabido -en el cante y en lo demás- a quién hay que escuchar…

Ángel Teruel, torero de Embajadores -como Vicente Pastor, Rafael Albaicín y Manolo Escudero- que firmó «más letras que León y Quiroga” por la finca de Cáceres. Pepe Luis Vázquez, paladín de la causa de que el arte es siempre joven… o, al menos, tan eternamente joven como Manuel Benítez El Cordobés, flequillo y talismán viviente del toreo.

Talavante y el pastor alemán que cada mañana corre junto a él. Un Antonio Ferrera que entiende que no puedan entenderlo. Paco Camino, que formó parte de una baraja de tonantes reyes y hoy sólo se acerca a Madrid para comer con Aparicio. El recién llegado Tomás Rufo, un «misil a la cúpula del escalafón» que, antes de su triunfo, no había pisado la Maestranza ni como espectador. Juan Ortega, que subraya la diferencia -lo hace en cada muletazo- entre un plato de cerámica pintado a mano y otro de plástico. El Ureña y el Urdiales que han paladeado la gloria tanto como aguantado el tirón y el reto de sentir la suerte soplando de espaldas.

El Ojeda que toreaba de noche en las marismas y su profundo y sencillo porqué. Manzanares, con la efigie paterna enmarcada siempre por la luz de su sentimiento. El Emilio Muñoz de la frase a tiempo. Florito, el Gerión de Las Ventas, sibila que se resiste con todas sus fuerzas y lágrimas a vaticinar el día de la extinción de la ganadería brava. César Rincón, que pone firmes a los animalistas de las dos orillas del Atlántico. Pablo Aguado, «costura de una escuela» para quien pasar miedo es fundamental. Y Roca Rey –«Y hoy el que manda es él», sentenció Barquerito– asomándose a la habitación del Hotel La Perla de Pamplona para recomendarnos vivir el presente, no sea que se nos venga encima de improviso ese fundido en negro siempre al acecho, y que nos deja una de las frases más de categoría de todo el libro:

-Jugarte la vida para complacer otros gustos no parece lo más indicado.

Inspirado su título en una sentencia de Curro Romero, el de Zabala de la Serna -tremendo torerazo su abuelo Victoriano- con Aymá es libro para casi todos los gustos toreros y, al margen de ese pesimismo decíamos que casi crónico en el torero hace años en su casa en vez de en los carteles, sumamente elocuente acerca del incierto porvenir hoy encarado por la tauromaquia. Ojalá -quiera Dios- Florito se equivoque, aunque sólo muy de hijos a brevas la gente del campo yerra en predicciones climatológicas.