ESPÍAS Y COMADREJAS

ESPÍAS Y COMADREJAS

29 de julio de 2022 2 Por Ángulo_muerto
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JOAQUÍN ALBAICÍN

Hace ya años, allá por el 88, saltó el escándalo. Alfonso Guerra, vicepresidente del Gobierno, atrapado en un atasco de tráfico y constatando que no iba a llegar a tiempo a la corrida de Sevilla con Curro, Paula y Espartaco en el cartel, ordenó que le mandasen un helicóptero, gracias al cual logró tomar asiento antes del paseíllo sobre la dura y gloriosa piedra de la Maestranza. A mí no me hizo nunca falta recurrir a las Fuerzas Armadas, pues al Domingo de Resurrección siempre fui en avión o tren.

La prensa puso a caldo a Guerra. Que si abuso de poder, que si vaya con los privilegios… Las chorradas de siempre. Creo que fui -a cambio de recibir furibundas cartas al director remitidas por irritados lectores a la atención de mi insolente persona- el único en defenderle desde las páginas de ABC.

Si bien sigo aplaudiendo el tan daliniano gesto del lector de Machado, ahora, tras tropezarme con un recorte de prensa de aquellos años -de algo antes, junio del 85- en el que recuerda él haber soñado con ser torero y haber hecho sus pinitos -se entiende que en sentido político- en el toreo de salón, pega una larga cambiada tildando a la oposición de ser «como el sobrero de las corridas, que no necesita ni banderillas»

¿Cómo? ¿He leído bien? Pues sí. Obviamente, o Guerra no era entonces tan aficionado como dijo, pues al sobrero se le ponen banderillas igual que al toro de lidia ordinaria, o bien veía las cosas en general o, al menos, algunas cosas de ese modo por norma retorcido en que las vislumbran, por ejemplo, los espías, incluidos entre ellos los conocidos en las novelas de Mick Herron como caballos lentos, individuos que han metido la pata tan hasta el fondo que, a modo de castigo, han sido asignados a servicios poco menos que innecesarios en la cisterna para agentes caídos en desgracia conocida como La Casa de la Ciénaga.

Toda la serie de novelas que tiene como protagonistas a estas almas penitentes en el purgatorio del Estado Profundo británico viene siendo publicada por Salamandra y ha sido ahora llevada a la pantalla en una serie protagonizada por Gary Oldman, aunque para mí el actor idóneo es James Spader, el de Blacklist. ¡Una pena que no me hayan consultado antes!

Me gusta cualquier novela que denuncie -aunque no sirva de nada- la rabiosa actualidad que ha de atribuirse en la escena del terrorismo internacional a los ataques de falsa bandera. O en la que quienes desde las sufridas e incomprendidas cloacas sirven al Estado y a la democracia admitan cosas como que: «Los mejores de nosotros somos ladrones y sinvergüenzas» (la frase la extraemos de la más reciente entrega, La calle de los espías). También encuentras en ellas aconsejables normas de conducta, sobre todo para esos momentos en que te sabes seguido por los agentes de campo de un servicio enemigo: «Si ves a una comadreja, lo mejor es fingir que no la has visto». ¿O es que acaso la propia comadreja no finge a su vez no verte?

Todos vivimos sometidos de continuo a implacable seguimiento: por Iberdrola, por Hacienda, por las Redes, por los envidiosos, por nuestros teléfonos móviles… Aquí no se salva nadie y cada vez es mayor el número de almas que, ignorantes de ello, vive en La Casa de la Ciénaga y en La Calle de los Espías, pues, aunque ninguna de ellas haya jamás contactado ni de refilón con un servicio de inteligencia, hay ahí, entre bambalinas, todo un mundo secreto que monitoriza sí o sí sus vidas en forma de facturas, mensajes no contestados, homilías netflixianas, anuncios de colchones en veinte cómodos plazos y SMS que tratan al receptor, directamente, como a un tonto de baba.

Y por supuesto que, como para el casting de La Casa de la Ciénaga, sin preguntar nuestra opinión al respecto. Las novelas de Mick Herron constituyen una más que adecuada vía de iniciación al funcionamiento mendaz de esta sociedad de comadrejas. Perdérselas, lector, es un error, y muy difícil de reparar a toro pasado. ¡Póngase a ello!