El hombre de Calcuta

El hombre de Calcuta

1 de mayo de 2021 0 Por Ángulo_muerto
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JOAQUÍN ALBAICÍN

Nunca llegué a Calcuta. Hace años me invitó el Dr. S. S. Shashi a dar allí una conferencia sobre el origen e historia del pueblo gitano, al final las cosas se me complicaron por estos pagos y hube para salir del paso de mandar en mi puesto a un amigo que lo pasó regular. Aparte del impacto que le causó la aglomeración de humanidad hacinada en los alrededores del aeropuerto y de que nadie se acordó de acudir a recogerle, llegando al simposio en cuestión sólo por casualidad al reconocer a Shashi, de quien había visto una foto, en el ascensor del hotel, el evento resultó ser en su conjunto algo así como un congreso de poetas en bengalí y hindi cuyos participantes no entendieron muy bien qué hacía él allí ni de qué estaba hablando.

Me he acordado de aquella megaurbe que no llegué a pisar a cuento de El hombre de Calcuta, primera novela, leo en la contraportada, de una serie policíaca ambientada por Abir Mukherjee en la India del siglo XIX. Aparte de que volver a la India de la que en el fondo nunca he salido es siempre un placer, me fío al ciento por ciento del olfato editorial de Salamandra en asuntos de género negro. Y tratándose de género negro con especias índicas, también.

La influencia de los bengalíes -calcutí era Subhas Chandra Bose, adalid de la lucha contra los británicos- en el camino de India hacia su independencia, el régimen de apartheid impuesto por Londres a la población nativa de la Joya de la Corona, la matanza de Jallianwalla Bagh que hizo a Tagore devolver a la Reina su título de caballero del Imperio Británico… Todo ello conforma el telón de fondo de esta intriga detectivesca de Mukherjee en la que, en cierto momento, el protagonista escucha de labios de un alto funcionario de la policía británica: “Toda esa chorrada de la no violencia es lo más positivo que nos ha pasado en años”. No le faltaba razón desde varios puntos de vista, aunque la clarividente apreciación sirva de poco cuando se trata de dar con el culpable de un asesinato conectado -se sospecha- al asalto al tren correo de Darjeeling.

Y ello pese a que la novela sea en gran medida una trama construida en torno a una cierta variante -de ortodoxia raramente admitida- de la no violencia, es decir, de un ataque de falsa bandera: esos llevados a cabo por libertadores que, con mayor o menor conciencia de ello, no sirven a la postre sino a los opresores. La proliferación de esa modalidad de atentados es uno de los principales rasgos de nuestro tiempo, y diría yo que más por estas latitudes que por Bengala, en las calles de cuya capital se esfuerza en la novela por resolver un crimen un policía moralmente destrozado por su experiencia en aquella I Guerra Mundial a la que millones de jóvenes se alistaron creyendo ir a una batalla de las de toda la vida, habiendo muchos de los supervivientes de buscarse después la suya tratando de recomponer los jirones de sus cuerpos y almas en los confines del Imperio.

De ese trauma puede uno curarse poco a poco a base de pipas de opio, pero la convalecencia lleva tiempo y el capitán Sam Wyndham, encargado de dar caza un asesino, que no es lo mismo que pronunciar una charla, no puede mandar a nadie en su lugar. En un clima de dobles forros y corrupción asumida como pieza esencial del sistema y en un país que de si algo anda sobrado es de bengalíes con discursos, él es el único soldado que queda en la trinchera. Por fortuna, en el género negro siempre suele haber cerca una chica guapa y con buenos contactos con la que tomar una copa en el Red Elephant. Y, en último caso, siempre está ahí la alternativa de cruzar un río a lomos de un cocodrilo. Sonará a locura, sí. Pero, si se hace con disciplina, puedes llegar a cualquier parte. ¡Todo es proponérselo!