La reeducación en Siberia
7 de junio de 2019
JOAQUÍN ALBAICÍN
Hace tiempo que creo que la literatura, tras morder el polvo derribada por la lanza del caballero audiovisual en un torneo amañado, ha dejado de ser, por desgracia para mí y muchos otros también taxonomizados por el Gran Hermano en la categoría de «gente de antaño» o «representantes del pasado»… Hace tiempo que barrunto, decía, que la literatura ha cesado de ser la vía de comunicación artística más eficaz o, simplemente, la propia de nuestra época. Es, por tanto, de agradecer que la lectura de novelas como Zuleijá abre los ojos le reconcilie a uno con la impresión contraria, devolviéndole siquiera sea emocionalmente a aquel tiempo en que las armas y las letras formaban una imbatible collera ante la compuesta por las armas y la tele.
Está en marcha, en efecto, una política global encaminada a impedir a la «gente de antaño» -etiqueta acuñada en su día por la legislación bolchevique- ganarse la vida gracias a la práctica de las actividades propias de su formación o habilidad. A través del arte, por ejemplo. Recordaban hace nada en El País Ignacio Vidal-Folch y Eduardo Bravo cómo ya en 1984 de Orwell: “La pluma era un instrumento arcaico que rara vez se utilizaba siquiera para firmar”. Se trata de una planificación -esta de la aniquilación de la verdad en el arte- que ha conocido altibajos, pero, no obstante, harto patente en su progreso desde los días en que el leninismo vomitó todo su odio contra los campesinos, pronto incluidos por los juristas de la revolución en ese saco de los productos históricamente “caducados”. ¿Razón? La marcada tendencia de los labradores a encender velas ante los iconos, postrarse en dirección a La Meca sobre la alfombra de oración o clavar en el linde del bosque, en una estaca, el cráneo de un alce o un lince para alejar a los malos espíritus, de los que no en vano los bolcheviques -comprendámoslos- eran una de las peores especies.
Clasificados en su totalidad y junto con la intelligentsia de las ciudades como “gente de antaño”, pueblos enteros fueron, en efecto, trasladados por Stalin desde sus regiones natales e históricas a los más inhóspitos confines por la culpa natalicia de ser kulaks, es decir, poseedores de un pedazo de tierra, un par de azadones, un caballo o una vaca. Gente, en fin, de esa de “antaño”, virutas, parásitos, infectos residuos del ayer. A los cientos de miles que en 1931, pese a haberse puesto todas las trabas posibles a su objetivo de poder ganarse el pan, aún vivieran, se resolvió que lo mejor era exterminarlos por hambre y malos tratos, hacinarlos en vagones como a reses, dejarlos varados durante días en cualquier vía muerta sin otro propósito que ir diezmándolos de extenuación o enfermedad. Y a una buena parte de ellos, claro, tiro en la nuca. ¡Menos gasto! Para quienes, contra todo pronóstico, resistieran también ese palizón, ahí estaba esperándolos el gulag con las puertas abiertas y su sopa marca de la casa. Y es que -volvemos a citar a Orwell vía Vidal-Folch y Bravo- “todavía sobrevivían fragmentos de literatura del pasado aquí y allá”.
Zuleijá abre los ojos ha sido reseñada en diversos artículos como una novela más o menos exaltadora de una suerte de “liberación” integral de la mujer, pero la opera prima de Guzel Yájina se erige, por encima de todo, como esa caudalosa y -por clásica- esperada novela río, hija de la tradición dickensiana de regodeo en la miseria, que viene cada una o dos generaciones a erigirse en cima del género, cosa que, por fortuna, seguimos determinando en exclusiva los lectores “de antaño”. Como uno de esos baúles cuyos insondables bajos albergan pertrechos de sobra para un largo viaje a la luz de la lámpara de la mesilla de noche: compungida oración, detonaciones en el bosque, sexo a oscuras, harina, lluvia, calor, osos, puritanismo, naufragios, la teta al niño, el latigazo, samovares, la suegra irascible, la mirada de la vaca, la revolución encarnada en tipos tan bestias que no prevén que ellos mismos están llamados a servir de caldo a la pesadilla… Y es una obra, sobre todo y más allá de Dickens, en la tradición del mamotreto ruso a lo Tólstoi, Dostoievsky, Sholojov o, más cerca de nosotros, Aksiónov. Lógicamente, tras ser galadonada en Rusia y en 2015 con el Premio Gran Libro, la novela ha sido publicada aquí por Acantilado, desde hace unos años un poco el gran koljós de la literatura sobre Rusia aireada en castellano.
Como todos los grandes relatos de su tono y volumen, y más aún tratándose de uno ambientado en la URSS anterior a la II Guerra Mundial, es también una crónica costumbrista del horror cuya protagonista -menos mal que protegida por su bendito desconocimiento prerrevolucionario de casi todo- abre los ojos a la repentina abolición de lo sagrado decretada para su terruño por urbanitas con chaquetas de cuero negro y revólver al cinto y a la consiguiente exaltación de la impiedad que la construcción entusiasta y, naturalmente, despiadada del «mundo nuevo» no hace sino llevar hasta extremos límite. ¡Cuán preferible es siempre la superstición del analfabeto que vive aislado en la estepa y cree que en el bosque hay genios malignos a la del apóstol del oscurantismo progresista, acomplejado por norma y asesino de masas por vocación!
Bajo la luz de continuo cambiante del sol siberiano o de la lámpara de petróleo, Guzel Yájina hace desfilar ante nuestro visor a un abigarrado plantel de personajes, tan estereotipados todos como debe ser. Magnífico, muy del mundo de Zhivago, es el construido con los mimbres del profesor Leibe, médico que no percibe que su casa ha sido convertida en un apartamento comunal y cree que la gente con quien se cruza en el pasillo son obreros inmersos en tareas de reforma del comedor o la cocina gestionadas por su gobernanta. Reaparecen, sí, tocados por pamela, papashka o gorro budienny, todos los viejos arquetipos de Todas las Rusias, bien conocidos por los amantes del novelón petersburgués, que este lo es aunque su autora sea tártara de Kazán: el bolchevique hermano de Zhivago, el marido de Lara, el Yul Brynner de Rojo atardecer, el viejo militar de Quemado por el sol de Mikhalkov, una Vampira con mayúsculas que, con sus escupitajos e invectivas, deja en mantillas a la madrastra de Cenicienta… Algunos ya están muertos y sólo comparecen, durante sus sueños, ante el hombre que los mató, el bochevique ahora al frente de la colonia de reeducación. Él no cree en el mundo de las visiones oníricas y los difuntos, pero ya se enterará a su tiempo de lo que vale un peine.
Asistimos antes del meridiano de la obra a un emotivo alumbramiento en la estepa que es también el de una generación que crecerá con el estigma de haber sido traída al mundo por un vientre de antaño. Y es este episodio el big bang del que irradia la novela entera y la auténtica placenta de la misma, porque en todo tiempo y lugar, de toda la vida de Dios, si el mundo se salva es siempre merced a un parto. El de este gran relato ha resultado ser de lo más esperanzador, por cuanto da fe de la supervivencia literaria de los cánones estéticos propios de esa “gente de antaño” a la que tanto nos honra pertenecer y de cuya arboleda melancólica y sin más bancos que los de sentarse no tenemos la menor intención de salir jamás.