Olvido y perdón en Texas
7 de marzo de 2019
JOAQUÍN ALBAICÍN
En Texas y en la década de 1870, durante los días comprendidos entre los que precedían y seguían a la luna llena, el ranchero saltaba de la cama muy temprano y, antes de encender fuego, acarrear agua, asearse o desayunar huevos revueltos o tortillas de maíz, lo primero que hacía era leer las noticias de la noche. El periódico no era otro que la hierba de la pradera, que debía ser auscultada en busca de eventuales huellas frescas de mocasines o ponis.
Y es que la luna llena era también la luna kiowa y se imponía permanecer alerta, tener siempre a mano las armas e, incluso en las diurnas horas, no salirse nunca del rango de tiro de la que podría cubrir tu huida en caso de sorprenderte una incursión de aquellos guerreros que no se aventuraban a cabalgar en las noches sin luz. Puesto ya el sol era, por supuesto, preceptivo atrancar con barras todas las contraventanas. Y se asumía que los muros de las casas debían ser anchos y duros, intraspasables por las balas.
Son noticias y consejos que recibimos de Alan Le May en Los que no perdonan, un clásico de la novela del Oeste y segundo título del autor de Centauros del desierto incorporado a la colección Frontera de la editorial Valdemar. Llevada como la anterior al cine, se puede decir que, a grandes rasgos, los argumentos de ambas arrancan de planteamientos opuestos: si John Wayne espoleaba a su corcel y partía al rescate de su sobrina, raptada por los comanches de Cicatriz, azuzado por el afán de venganza, aquí Burt Lancaster se apresta a proteger hasta el último aliento a su hermana adoptiva, para recuperar a la cual son los kiowas quienes se han movilizado.
“Yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón”, escribió Borges en alguna parte. Pero en la pradera texana, donde la vida es monótona y apenas hay nada que hacer más allá de comer, dormir y ocuparse de los cornilargos, es difícil olvidar cualquier cosa de las poquísimas que acontecen, por lo que es menester entender la obcecación de los jefes de guerra kiowas Set, Silla de Lobo y Pájaro Perdido y ponerse en su lugar. Y en el de los rangers que recorren un territorio hace no tanto mexicano en busca de niños secuestrados y compitiendo con los pieles rojas en el corte de caballeras. Y también en el del viejo y demacrado hombre de squaw que, fantasmal, vaga por los desiertos parajes ululando su onírica letanía sobre un hijo muerto y resucitado en un campamento kiowa.
Como recuerda en el prólogo Alfredo Lara López, el autor de esta novela –Luna kiowa fue su título original, con el que fue publicada por capítulos- tomó, sin duda, prestados para su confección recuerdos de sus abuelos, que vivieron aquellos avatares y aquella época dura y salpicada de crueldad por ambas partes. Obviamente, los colonos eran familias ocupantes con el amparo del Gobierno de unas tierras que Washington reconocía sobre el papel como propiedad legal de las tribus indias a las que se dedicaba a exterminar al mismo ritmo a que violaba los tratados firmados con ellas. Enterré mi corazón en Wounded Knee, de Dee Brown, fue el libro que, en la década de 1970, abrió un poco los ojos a los norteamericanos sobre lo que significaba para un caudillo kiowa -Satanta, por ejemplo- acudir a entrevistarse con los amigos enviados por el Gran Padre Blanco para llegar a un acuerdo: acabar, al término de la entrevista, cargado de cadenas o víctima de la ley de fugas.
Hoy se perora mucho a cuento de perdones. Perdones por aquí, perdones por allá… Hace poco, una alcaldesa nos pedía perdón a los gitanos a modo de “reparación histórica”. Y, ¿qué nos van a reparar, si se puede saber? ¿La azotea? ¿El sótano? En vez de tanto perdón papanatas, que se interese un poquito por Las Ventas y -una recomendación, en vez de tanta lágrima de cocodrilo- haga por la vuelta a los carteles de Oliva Soto, ausente de ellos desde hace la pera.
¿Perdón? ¡Cosas de las campañas electorales! En estos tiempos, quien pide perdón es porque le interesa pedirlo, pues lo que, por lo general, gusta a la gente es ser el suplicado, no el suplicante. Buen ejemplo de ello dan los personajes de esta novela, donde ni a los que disparan contra el rancho ni a los que desde él responden al fuego se les pasa ni remotamente por la cabeza tener que ser perdonados por nada. No quieren ni perdonar, ni que les perdonen. Y lo de olvidar… vamos a dejarlo. ¿O es que están haciendo algo políticamente incorrecto? Para nada. Los indios han de atacar a los blancos y los blancos han de borrar de la faz de la tierra a los indios. Son estos rancheros y guerreros, en ese sentido, muy modernos y en todo fieles a la regla de oro de que el perdón se pide sólo si la opinión pública así lo exige. Mientras tanto… ¡a tirotearse!