Blue Trompet
14 de junio de 2013
Por Carlos Aguilar
Unos espejos te quieren más que otros. O te odian menos. Incluso en tu propia casa. Y la luz no tiene nada que ver.
Luca lo sabía desde niño. Ya entonces recurría tanto a ellos que un día su madre le gritó “¡No te mires tanto, que pareces una niña!”. Empero, no desistió, simplemente procedió a escondidas.
Creció en su Udine natal durante la áspera posguerra, después emigró a Florencia y disfrutó la Italia del miracolo, y a primeros del decenio de los 80 se instaló en Madrid. Apenas tuvo dificultades con el idioma, tampoco para encontrar un piso de alquiler. En cambio, alguna más sufrió respecto a introducirse en el cuadrante de los locales de Jazz, así como en encontrar colegas con los cuales formar grupos. Pero puntuales y superadas, desde tiempo atrás.
Aprendió del padre a tocar el piano y la guitarra, de forma casera pero estimable. Después estudió armonía, solfeo y composición, y acabó especializándose en la trompeta. Fuera de la música, jamás había desempeñado actividad alguna. Cuando no estaba actuando, ensayaba o componía en solitario. Apenas tenía amigos y fracasó en todas sus, escasas, relaciones amorosas.
Clavó la mirada en el espejo colgado de la pared junto a la puerta, con decisión y sin temor. Era ovalado y de pulcritud estallante, relucía dentro de un marco color marrón oscuro, repleto de curvas y arabescos, en verdad llamativo.
Tantos años escrutándose intensamente en el espejo, tantos… Sesenta y cinco, para ser exactos. Una relación larga, estrecha, sostenida y de lo más fiel.
Vestía un chaquetón de cuero negro, desgastado pero aún con prestancia, pantalones y botas del mismo color y un jersey gris de lana que se negaba a jubilar. En la diestra, portaba su sempiterno maletín, negro asimismo, con la trompeta amorosamente resguardada en el interior, forrado de fieltro granate. Poco antes había desistido de llevar también el fliscornio, indiferente a que su público desde siempre apreciase verle compaginando ambos instrumentos, a menudo hasta en el mismo tema.
Dentro del maletín guardaba también un espejo pequeño, en su estuche correspondiente. Siempre tenía uno a mano, por norma.
Apretó los dientes, primero. Sonrió sin abrir la boca, después. No se afeitaba desde un día antes, pero se duchaba a diario y raramente olvidaba perfumarse. En cuanto al cuerpo, estaba ya un tanto dilatado y fláccido, aunque así vestido nadie lo afirmaría. El cabello no carecía de volumen, como suele suceder en todos los hombres que encanecen antes de tiempo. Ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, sin embargo llamaba la atención por doquier, cualquiera advertía que no era un hombre común.
Apartó la mirada del espejo a fin de abrir la puerta, tras varios minutos de observación, de reflexión, de delirio. Justo entonces, su gatita se aproximó hacia él, pasillo adelante, a fin de rozarse con sus botas, maullando, en señal de despedida. Soli. Una preciosa tricolor que tomó en adopción, seis años atrás. Aún era bonita y esbelta, y su pelamen relucía todavía, bien que acusara los achaques de la edad en diversos aspectos.
– No tardaré, cariño.
Susurró con ternura a título de despedida, sin agacharse y mientras maniobraba con la llave. En vista de que el ascensor estaba averiado, como casi siempre, bajó a pie los tres pisos que le separaban de la calle.
Caminó en dirección al Jazz Club donde debía actuar dentro de veinte minutos. Sin prisa, pero a paso decidido. Quedaba cerca, llegaría a tiempo sin mayor problema.
Conforme andaba se miraba a menudo en los escaparates, según era su costumbre. Refrescaba, pero no de forma molesta, era un otoño agradable. Y Madrid podía abundar en inconvenientes, pero no la cambiaría por ninguna otra ciudad que hubiese conocido. Y había conocido muchas, a causa de su profesión.
Su vista ya era débil, pero no le importaba. Lo que tenía que ver, lo veía perfectamente. Respecto al oído, era de gran agudeza, lógico en un músico.
Alguna que otra persona le miró con atención al cruzarse. Probablemente se trataba de aficionados reconociéndole, identificando al trompetista italiano de Madrid. Después de todo, la zona de la Plaza del Ángel que pisaba contiene los Jazz Clubs con mayor convocatoria de la capital, en buena lógica los aficionados debían abundar.
Entró en el local diez minutos antes de la hora fijada para comenzar la actuación. Estaba casi vacío, como sucedía por lo común en esa antelación. La maldita manía de llegar tarde a los espectáculos. La cantidad de imbéciles que había conocido sosteniendo que acudir a la hora correcta significaba poca personalidad.
Sus compañeros habían llegado ya, y compartían una mesa tras el escenario, charlando distendidamente. Manolo, un sólido pianista español, cercano a los setenta años. Blasi, jovencísimo y sutil baterista, también español. Mongo, bajista mulato nacido en Cuba, cuarentón de formación clásica. Por último, Pete, un negro neoyorquino de la misma generación e impecable con toda clase de saxos.
Luca se aproximó a la barra, dejó el maletín a sus pies y les sonrió, con tanto afecto personal como estima profesional. Como músicos eran muy buenos, como personas también. Respondió a los saludos de todos con la expresión y una sonrisa, pero prefirió no acompañarlos en la mesa. Se conocían desde mucho tiempo atrás, tocaban juntos desde años ha, el repertorio de la semana estaba definido a la perfección. No había gran cosa que decirse, pues. Además, tampoco se sentía sociable.
Desabrochándose el chaquetón y entregándolo a uno de los siempre solícitos camareros de alrededor, pidió lo de siempre al más cercano tras la barra, el sonriente Juanito. Un buen tazón de chocolate espeso, con un espolvoreado de chile, medio dedo de ron y otro medio de ginebra. Es decir, una simplificación de la receta Moctezuma, que descubrió alborozado en México, durante una gira de varias semanas mucho tiempo atrás.
Estrechando el tazón entre ambas manos, empezó a beber. Saboreó el líquido a conciencia, un minuto tras otro. El propietario del local tampoco había llegado, normalmente lo hacía durante el intermedio, tras cenar con amigos en algún restaurante cercano.
Cuando ya había bebido la mitad, movió y chasqueó los dedos a conciencia, como acostumbraba antes de cada actuación. Era la hora de empezar, pero seguía habiendo poca gente. Entre sus colegas, Blasi fue el primero en abandonar la mesa y subir al escenario, para calentar un poco la batería. Después le siguió Pete. Por su parte, todavía sentados, Manolo apuraba su copa de anís y Mongo se limpiaba la boca con una servilleta de colores.
– ¿Nos puede dedicar este disco?
Le preguntó a su espalda un joven con gafas de montura roja y grueso abrigo oscuro, acompañado de una chica de su edad que le miró con idéntico embeleso.
– Cómo no…
Respondió Luca, aceptando el rotulador verde que le tendía el admirador y firmando la portada de Blue Trumpet. Hecho lo cual, le advirtió:
– Espera que se seque la tinta, antes de guardarlo.
– ¡Claro! Gracias, es un honor.
– Muchas gracias, de verdad.
Añadió tímidamente la mujer.
Luca sonrió, y, girando el cuerpo, devolvió la vista hacia el tazón. El líquido comenzaba a enfriarse, y así el sabor no era tan gratificante. Se regaló un buen trago.
A su espalda, el ruido crecía. Abrigos sobre los respaldos, charlas y risas, mesas y sillas moviéndose, ir y venir de camareros, puerta que se abre y cierra. Dio un trago más, ya quedaba poco. Acto seguido, izó su maletín, lo abrió y extrajo el espejo de su estuche.
El cristal le devolvió la mirada, debidamente. Escalonando respeto, aprobación, admiración… Afirmativamente, como siempre. Luca sonrió, mas sólo con los ojos, devolvió el espejo al estuche, con delicadeza y gratitud, y extrajo la trompeta. A continuación cerró el maletín y lo confió a Juanito, para que se lo guardara celosamente.
Apartó el tazón, casi vacío, se dio la vuelta y contempló el local. Ya estaba casi completo, aproximadamente al ochenta por ciento. El resto de los asistentes se perdería el primer tema, o entraría por la mitad. Se contaba con ello.
Trompeta en la mano, Luca avanzó hacia el escenario. Blasi, Pete, Manolo y Mongo le aguardaban.
Ocupó su puesto, empuñó la trompeta y entornó los ojos. Esperando el comienzo, a cargo del piano, contrabajo y batería al unísono, mientras decía para sus adentros:
– Ya estoy aquí, Soli. Nos vemos en unas horas, cariño.