Tres relatos cortos
29 de noviembre de 2013
Alberto Pasamontes
SUS OJOS
Sus ojos…
Todo el mundo quedaba absorto al contemplar sus ojos.
Hombres y mujeres eran incapaces de resistirse al embrujo que encerraban. Inmensos y oscuros como la noche en medio del océano, aquel que tenía la suerte de que aquellas dos perlas negras se dignasen a perder un segundo sobre él se sentía el ser más afortunado de la creación y perdía el contacto con el resto del mundo, incapaz de centrar su atención en cualquier otra cosa.
Alegres o tristes, juguetones o salvajes, tiernos o apasionados, amables o formales, arrogantes o sumisos, de mil maneras miraban a quien se acercase, acertando siempre en la forma de mirar a cada uno, cada vez con un matiz nuevo, de una manera distinta, única, especial, que desarmaba a su interlocutor y le hacía cobrar ventaja de manera inmediata.
Eso se acabó. Ya no los volverá a ver nadie. Nunca más harán que alguien se sienta el centro del universo.
Lo decidí en el mismo momento en que sus ojos se posaron sobre los míos y vi en ellos ese matiz que no había usado con nadie más. Me miró con desprecio, como si mi sola presencia le provocara una insana repulsión. Yo, que habría dado todo por una palabra suya, que la amaba más que a mi vida misma, lo único que le inspiraba era asco.
Los faros de otro coche se cruzan con los míos. Miro un momento a la sombra que conduce. Quizá él la encuentre, al borde de la carretera, un par de kilómetros más abajo. Su cuerpo envuelto por el fango, bajo la lluvia. Ya no me importa. Es suya, se la puede quedar. Que se la quede, que se la quede entera. Toda ella, menos las dos perlas negras que guardo en la cajita de madera que hay en el asiento de al lado, junto a mi navaja ensangrentada.
INSANA OBSESIÓN
Las horas se derraman lentas, y mi pobre cabeza se vuelve loca. Estoy sola en mi pequeña prisión, y te odio con toda mi alma por no estar a mi lado. Aún más cuando pienso que es el cuerpo de otra el que estás manejando a tu antojo.
Luego te oigo venir hacia mí, siempre con prisa, y tu silueta se materializa entre una explosión de luz, y como siempre me estremezco de placer con solo tener tu presencia. A pesar de que sé que soy segundo plato, perdono todo el daño que me haces cuando siento tus manos sobre mí, dándome de nuevo la vida, aunque sea por unos pocos minutos al día, aunque sea por tu propio interés y no te importe lo que yo pueda sentir.
Yo procuro complacerte, hago todo lo que me pides sin esperar a cambio nada más que otra caricia tuya, sé que nunca podré tenerte sólo para mí, y me entrego sin voluntad para que tus ágiles dedos hagan trepidar mi pequeño y frágil cuerpo, para que me muevas, me utilices, me manipules, me conviertas en una prolongación de tu ser.
Luego me encierras en mi pequeña caja, mi tumba en vida, brillante por fuera pero negra por dentro, de nuevo me quedo brutalmente sola, y escucho las risas y aplausos que te regalan los niños, y me enredo con los hilos de mi odio mientras mi cuerpo de madera se desmadeja dentro de mi asquerosa caja, y te echo de menos, y las horas pasan lentas, y me siento enloquecer.
Hasta mañana, cuando vuelvas a buscarme, y de nuevo empiece la función.
NOCTURNO
Veintiocho grados derriten el termómetro. Un chisporroteo, y dejan de girar las exhaustas aspas del viejo ventilador. Arropado por la oscuridad enciendo otro cigarrillo y me siento en una butaca junto a la puerta de mi balcón. La calle se desnuda inocente ante mí. Una cría de apenas dieciséis se dirige con prisa hacia su portal. A pocos metros, un gato gris acecha tras un árbol sin perder de vista el rosal. El camión de la basura profana el silencio con su fétido rugir. En el tercero una televisión vomita disturbios, economía y guerra. Un piso más abajo una ventana revienta de luz y la chica grita a sus viejos que ya no es una niña antes de recibir un bofetón. En algún lugar cercano apagados suspiros se corren al fin en un largo y sucio gemido. El gato echa a correr tras una sombra diminuta, luego juega con ella entre sus zarpas. Un bebé llora en su habitación hasta que su madre acude a matar su hambre. Succiona con avaricia y queda dormido de nuevo. Un yonqui tropieza con su asesina y se desploma contra un coche. La alarma aúlla sesenta y nueve interminables segundos hasta que se silencia, hastiada de que nadie le haga caso. Las agujas del reloj se aparean sobre las tres. Oigo crujir de sábanas y la luz de la mesilla prende a mi espalda; al poco tus brazos se posan sobre mi pecho. Sudores calientes se ligan ansiosos cuanto te pegas a mí. Tus manos bajan por mi cuerpo hasta agarrar mi pene; me masturban despacio. Un escalofrío me atraviesa cuando tu lengua húmeda bucea en mi oreja, y susurra ¿tampoco tú puedes dormir?
En la ventana de enfrente se aviva la brasa de un cigarrillo.