LA DEBACLE POST COVID: EL PREÁMBULO

LA DEBACLE POST COVID: EL PREÁMBULO

2 de febrero de 2023 1 Por Ángulo_muerto
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Frank G. Rubio.

LA DEBACLE POST COVID: EL PREÁMBULO

Frank G. Rubio.

Fue fabricado en un laboratorio. Es lo que se conoce como un virus recombinante, quizá producido por un laboratorio chino. Fue un trabajo obra de biólogos moleculares. Un trabajo muy meticuloso. Se podría decir que es un mecanismo de relojería de secuencias. Hay una enorme presión para que lo que está en el origen del virus permanezca oculto.

Luc Montagnier.

Reciéntemente, insistiendo como el cerdo que vuelve una y otra vez al comedero donde periódicamente le sirven el pienso, que no es el cogito cartesiano, Pedro Almodóvar ha vuelto a hacer uso de la palabra en uno de esos aquelarres que periódicamente celebra el cine español a costa de los contribuyentes. Usted, lector, por si no lo sabe es uno de ellos. Ha hecho de nuevo una apología de la Sanidad pública que prudentemente, claro está, no utiliza.

No voy a hacer hincapié en la hipocresía de este personajillo deplorable, ni en la refutación que sus actos personales proponen a sus nada bien intencionadas y marcadamente politizadas generalidades. Voy a recordar a los lectores que fue nuestra Sanidad pública y la casta hipocrática española quienes se plegaron, con casi completa unanimidad, a las medidas anti COVID decretadas por nuestro Gobierno. Muy similares por lo demás a las de otros países. Lo cual no disminuye la responsabilidad de los gestores de marras, ni un ápice.

Tomaré como referencia para el lector un muy reciente artículo publicado en Newsweek, una publicación estadounidense más que convencional, para que juzgue por sí mismo dos cosas: la primera de ellas, obviamente, las propias prácticas realizadas por nuestra comunidad médica, sanitaria y hospitalaria durante la “plandemia” que hoy, retrospectivamente, pueden muy bien ser percibidas y juzgadas sin problema. La segunda, consecuencia de la primera, la capacidad de esta última comunidad terapéutica y científica de reflexionar y poder exponer públicamente sus errores; que los hubo y graves.

SÍ SE PODÍA SABER.

La segunda implica certificar la corrupción intelectual y moral, no sólo de nuestro Gobierno también de la sociedad civil que pasivamente asumió (y aún asume) graves y erróneas decisiones del estamento médico y científico español. Estamento donde, con muy escasas excepciones, el apoyo interesado y crematístico a medidas indudablemente criminales no sólo continúa sino que por ningún lado se ve vaya a darse marcha atrás o reconsiderar críticamente lo perpetrado; salvo mediante el cómodo expediente de pasar la página y tirar para adelante. Sin poner en marcha pues los mecanismos imprescindibles para exigir responsabilidades por una debacle que, muy posiblemente, haya implicado para España la pérdida de centenares de miles de vidas y una debacle económica sin precedentes.

Pero comencemos desde el principio e insistamos al lector que lo que va leer a continuación tiene directa aplicación en nuestro país.

ES HORA QUE LA COMUNIDAD CIENTÍFICA ADMITA QUE NOS HEMOS EQUIVOCADO CON EL COVID

Kevin Bass.

Como estudiante e investigador médico apoyé incondicionalmente los esfuerzos de las autoridades cuando se produjo la COVID-19. Creí que la respuesta de estas a la mayor crisis de salud pública de nuestras vidas había implicado: compasión, diligencia y pericia científica. Estuve de acuerdo cuando propusieron cierres, vacunas y refuerzos.

Me equivoqué. La comunidad científica se equivocó. Esto costó vidas.

Ahora me doy cuenta que la comunidad científica, desde los CDC hasta la OMS, pasando por la FDA y sus representantes, exageraron una y otra vez las pruebas y engañaron al público sobre sus propios puntos de vista y sus políticas; incluso mintieron sobre la inmunidad natural frente a la artificial, el cierre de las escuelas y la transmisión de la enfermedad, la propagación de aerosoles, los mandatos sobre las mascarillas y la eficacia y seguridad de las vacunas, especialmente entre los jóvenes. Todo fueron errores científicos en su momento, no sólo en retrospectiva. Sorprendentemente, algunas de estas posiciones ofuscadas continúan en la actualidad.

Pero quizá, más importante que cualquier error individual, fue lo inherentemente defectuoso que era, y sigue siendo, el enfoque general de la comunidad científica. Estaba viciado de una forma que socavó desde el comienzo la eficacia institucional y provocó miles, quizá millones, de muertes que pudieron muy bien haber sido evitadas.

Lo que no valoramos adecuadamente es que las preferencias determinan cómo se utiliza la experiencia científica, y que nuestras preferencias pueden ser -de hecho lo eran- muy diferentes de las de muchas de las personas a las que servimos.

Creamos una política basada en nuestras preferencias y la justificamos con datos. Y luego describimos a quienes se oponían a nuestros esfuerzos como ignorantes, egoístas y malvados. Convertimos la ciencia en un deporte de equipo y al hacerlo dejamos de hacer ciencia. Se convirtió en un “nosotros contra ellos”, y «ellos» respondieron de la única forma que cabría esperar: resistiendo.

Interrumpo la traducción del artículo para recordar a los lectores que nuestro país conoció uno de los confinamientos más duros y que aún mantiene, ya ninguno lo hace, la prohibición de ir a cara descubierta en los transportes públicos. Fue tal la psicosis inducida por los medios de comunicación de masas y su politización, tan afín al espíritu sectario de la izquierda española, que incluso algún representante del mundo literario “alternativo” llegó a calificar en red de “fascista” a quien se oponía al uso impuesto y generalizado de las mascarillas. Existieron incluso bizarras propuestas de imponerlas en el interior de las casas. Con la aprobación supuesta de expertos y verificadores.

El país, que ya era una porqueriza antes de la crisis del COVID, la manifestación de hienas del 8 de marzo lo atestigua, se ha convertido, tras esta crisis y la recapitulación obligada que debería haber hecho la población (y no ha hecho), en una auténtica cloaca. Sigamos con el artículo, bastante moderado por cierto.

Excluimos a una parte importante de la población de la elaboración de políticas y castigamos a los críticos, desplegamos una respuesta monolítica en una nación excepcionalmente diversa, forjamos una sociedad más fracturada que nunca y exacerbamos disparidades sanitarias y económicas.

Nuestra respuesta emocional y el arraigado partidismo nos impidieron ver el impacto pleno de nuestras acciones en las personas a las que se supone servimos. Minimizamos sistemáticamente los inconvenientes de las intervenciones que impusimos, sin el consentimiento y el reconocimiento de quienes se veían obligados a vivir con ellas. Al hacerlo, violamos la autonomía de quienes se verían más perjudicados por nuestras políticas: los pobres, la clase trabajadora, los pequeños empresarios, los negros y los latinos, y los niños. Estas poblaciones fueron pasadas por alto, se nos hicieron invisibles por la exclusión sistemática que operó sobre ellos la maquinaria mediática corporativa dominante que presumía de omnisciencia.

La mayoría de nosotros no se pronunció a favor de puntos de vista alternativos, y muchos tratamos de suprimirlos. Cuando voces científicas de peso, como profesores de Stanford de renombre mundial: John Ioannidis, Jay Bhattacharya y Scott Atlas, o los profesores de la Universidad de California en San Francisco, Vinay Prasad y Monica Gandhi…todos dieron la voz de alarma en nombre de las comunidades vulnerables, se enfrentaron a la censura severa de implacables turbas de críticos y detractores de la comunidad científica; a menudo, no sobre la base de hechos, sino únicamente sobre la base de diferencias en opinión científica.

Cuando el por entonces presidente Trump señaló los inconvenientes de la intervención fue tachado públicamente de bufón. Y cuando el Dr. Antony Fauci se opuso a Trump, y se convirtió en el héroe de la comunidad de salud pública, le dimos nuestro apoyo para que hiciera y dijera lo que quisiera incluso cuando se equivocaba.

A partir de ahora el lector debe también leer entre líneas que el fiasco cometido ha sido muy grave y las consecuencias, a medio y largo plazo, se harán sentir durante muchos años. El cónclave político corporativo que trajo la “plandemia” comienza a hacer aguas. Estamos lejos de esos primeros momentos donde insinuar que el origen del virus no era natural constituía motivo de linchamiento mediático. O sugerir que la información que viene de la China comunista, por definición, es más que dudosa o que vacunas aprobadas en meses, no en años como se acostumbraba, podría muy bien ser algo poco adecuado y peligroso.

El artículo, ante la magnitud de los horrores desencadenados, trata de operar algo así como una retórica del “control de daños” ante la opinión pública. La población está ya anegada con cánceres, un drástico incremento de muertes debidas a problemas cardiovasculares, graves trastornos en la fertilidad femenina, depresión económica, trastornos neurológicos crecientes, suicidios a tutiplén y el intento de distraer la atención con el conflicto ucraniano. Este último permite vigorizar las campañas de miedo inducido y designar como enemigos a todos los que no se sumen a la “línea general”.

La prensa en papel y audiovisual ha sido y continúa siendo vehículo privilegiado de desinformación. Esa “desinformación “ que pretende recluirse en la minoría que disiente a la que se busca criminalizar. Pero continuemos con el “mea culpa”, pues no es otra cosa:

Ni Trump, ni los críticos académicos de la política de consenso, son perfectos. Pero el desprecio que les dedicamos fue un desastre para la confianza en la respuesta pública a la pandemia. Nuestro enfoque alejó a grandes segmentos de la población de lo que debería haber sido un proyecto nacional de colaboración.

Y pagamos el precio. La rabia de los marginados por los expertos estalló y dominó las redes sociales. Al carecer de léxico científico para expresar su desacuerdo, muchos disidentes recurrieron a teorías conspirativas para presentar sus argumentos contra el consenso de la clase experta que dominaba la corriente principal de la pandemia. Calificando este discurso de «desinformación», achacando al «analfabetismo científico» y la «ignorancia», el gobierno conspiró con las grandes tecnológicas para suprimir la disidencia pasando por alto las legítimas preocupaciones políticas de los opositores.

Y esto a pesar del hecho de que la política contra la pandemia fue creada por una estrecha franja de la sociedad estadounidense que se atribuyó a sí misma una Autoridad Ungida para tomar decisiones y presidir sobre la clase trabajadora. Eran y son miembros de la academia, el gobierno, la medicina, el periodismo, la tecnología y la salud pública, educados y privilegiados. Desde su cómoda situación de privilegio esta élite premia el paternalismo en contraposición a los estadounidenses medios, que alaban la autosuficiencia, y cuya vida diaria exige rutinariamente tener en cuenta los riesgos. Es inconcebible que muchos de nuestros dirigentes no hayan tenido en cuenta la experiencia vivida por quienes se encuentran al otro lado de la línea divisoria de clase.

Incomprensible para nosotros, debido a esta división de clases, juzgamos severamente a los críticos del cierre patronal como retrógrados, incluso malvados. Tachamos de «estafadores» a quienes representaban sus intereses. Creíamos que la «desinformación» enerva a los ignorantes, y nos negábamos a aceptar que esas personas simplemente tuvieran un punto de vista diferente y válido.

Elaboramos políticas para el pueblo sin consultarle. Si nuestros funcionarios de salud pública hubieran actuado con menos arrogancia, el curso de la pandemia en Estados Unidos podría haber tenido un resultado muy diferente, con mucha menor pérdida de vidas

En lugar de ello, hemos sido testigos de una sangría masiva y continuada de vidas debido a la desconfianza hacia las vacunas y el sistema sanitario (sic); un incremento en la concentración de riqueza en manos de unas élites que ya eran ricas; un aumento de los suicidios y de la violencia, especialmente entre los pobres; una tasa en aumento de trastornos de ansiedad y depresión que casi se ha duplicado, especialmente entre los jóvenes; una pérdida catastrófica del nivel educativo entre los niños ya desfavorecidos y, entre los más vulnerables, una pérdida masiva de confianza en la atención sanitaria, la ciencia, las autoridades científicas y los líderes políticos en general.

Mi motivación para escribir esto es simple: tengo claro que para recuperar la confianza pública en la ciencia, los científicos deben debatir públicamente qué salió bien y qué salió mal durante la pandemia, y en qué medida podríamos haberlo hecho mejor.

Antes de terminar añado que es público ya que las vacunas matan mucha más gente de la que “salvan”, también que no basta con pedir excusas sino que hay que exigir responsabilidades penales, civiles y políticas a los implicados en estos acontecimientos. Si se da esto implicará un grave trastocamiento de la pirámide de poder, tanto en los Estados Unidos como en España. País, el nuestro, cuyo seguidismo confuso y bufonesco de lo que se hacía fuera deja pocas dudas de la baja calaña de nuestros políticos, nuestros médicos, nuestra academia científica y nuestra sociedad civil en su conjunto.

NO, LAS VACUNAS NO SON: NI NECESARIAS NI SEGURAS.

Está bien equivocarse y admitir en qué se equivocó uno y lo que aprendió. Es una parte fundamental del funcionamiento de la ciencia. Sin embargo, me temo que muchos están atrincherados en el pensamiento de grupo -y demasiado temerosos de asumir públicamente su responsabilidad- para hacerlo.

Resolver estos problemas a largo plazo exige un mayor compromiso con el pluralismo y la tolerancia en nuestras instituciones, incluida la inclusión de voces críticas aunque impopulares.

Hay que acabar con el elitismo intelectual, el credencialismo y el clasismo y

restablecer la confianza en la sanidad pública y en nuestra democracia. Muchas cosas dependen de ello.

El problema es que no ha sido una cadena de errores en la que han chapoteado personajes bienintencionados, arrogantes e imperfectos, nos encontramos con una confabulación netamente visible a la que hay que apear de manera contundente de nuestras vidas y sociedades.

LA NUEVA NORMALIDAD NO ES UN ACTO DE AMOR.

https://www.newsweek.com/its-time-scientific-community-admit-we-were-wrong-about-coivd-it-cost-lives-opinion-1776630