VIAJE AL ORIENTE
22 de mayo de 2024
Iván Cantero
El siguiente texto es un relato de ficción.
Cualquier parecido con la realidad sería mera coincidencia.
Érase que se era una muchacha llamada Pamela, que más engordaba cuando más rica y poderosa se hacía, como los villanos de las películas mudas. Aquella mañana se subía por las paredes porque algo la retenía en casa: el fornido albañil eslavo que había mandado el seguro, a pesar de su buen instrumental, no terminaba de echarle la lechada en el baño. Aburrida y temiendo mancharse, se fue al salón a ver un rato la tele: programaban en un canal infantil dibujos animados de niñas racializadas listas e intrépidas y niños blancos tontos y cobardicas. En el intermedio, le brotó una sonrisa al ver el anuncio de una que enjuaga la copa menstrual en el lavabo; luego pasaron otro en el que se vertía un líquido rojo para la prueba de empapado de una compresa. Cambió de canal, pero allí también estaban en publicidad: un hombre taciturno de mediana edad mostraba a cámara unos calzoncillos con la raya de la canela para promocionar luego un detergente. En el siguiente alguien vertía sobre una superficie lisa un fluido blanco y viscoso. Primero intentaba limpiarlo con papel higiénico, pero solo conseguía extenderlo y liarla todavía más; después mostraba cómo aquellas toallitas húmedas sin olor eran capaces de apañarlo todo de manera eficiente. Pam, que así la llamaban los amigos, decidió irse a vestir.
Salió a la calle y se paseó por el barrio haciendo el mismo circuito varias veces: no iba a ningún lugar en particular, solo se quería fijar en la expresión de los paisanos si la reconocían, pues era bastante famosa allí. Al ver que ningún hombre la miraba después de la segunda vuelta, entró en el baño de una cafetería y comprobó en el espejo que, por mucho que se había afanado cinchando y pinzando el pantalón, el exceso de tocino no le dejaba ostentar la pezuña inguinal. Tampoco los pitones de sus mamellas, porque miraban al suelo avergonzados. En un segundo repaso reparó en que, a pesar de haberse quedado en paro, no había adelgazado ni una libra, de modo que la mística correlación solo era creciente.
Sollozando, se marchó caminando hasta Lavapiés, por si cambiaba su suerte y para ver a su amiga Irene, que se había ido a la calle el mismo día que ella. Un amigo que vivía en Torrente les había ofrecido a las dos trabajo en el café cantante de su amigo Koldo, pero renunciaron por la pereza de tenerse que mudar. Irene terminó empleándose en el bar de su ex: tuvo cierto éxito en el barrio hasta que unos separatas medio leídos de paso por Madrid le afearon en redes sociales el haber escogido para bautizarlo el nombre de un nacionalista centrípeto y encima monárquico. Pam la encontró anotando la comanda de una mesa, sentada con la pierna cruzada sobre el regazo de Mojamé; este la despidió con un azotillo en las cachas, que restallaban con frescura y alegría bajo unas finas mallas negras manchadas de harina. Yayá y Abdú corrieron la silla atrás para no levantar la mesa, los ojos en blanco viendo el bamboleo de aquellos cebollones bajo la camiseta y la sonrisa casquivana después de verlo todo. Otro compañero trajo las bebidas mientras cantaba el estribillo de El negro no puede de Georgie Dann, porque sabía que les hacía mucha gracia; en realidad les divertía cualquier cosa que dijese, pues tenía la voz muy atiplada. Se acercaba a la mesa de labios y ojos pintados, con contoneos y zancadas largas y retráctiles, como una corista de cabaré. También se dejaba palmear el tafanario y tocar la campana, era bajito y muy accesible.
La barra llevaba un rato desatendida: los baños estaban atrancados y ahí no había perspectiva de género que valiese: de las tareas físicas fatigosas siempre se encargaba el otro camarero, un tipo melenudo con pendientes de coco, un tanto malencarado. Salió jadeando y remangado después de muchas chuponas y cisternas, por fin el fondo del bar estaba en silencio. Discurridos un par de minutos, de allí mismo sonó un estallido sordo: los baños estaban en un altillo en la zona de restaurante, que a la vez era altillo de la zona de bar. Total, que las puertas de las letrinas se abrieron, dejando paso a una especie de sopa de albondiguillas que se precipitaba y tomaba velocidad entre las diferentes cascadas. Mojamé, Yayá y Abdú carcajeaban con los pies levantados para no mojarse con la escorrentía.
Al rato llegó el ex de Irene con unos peritos del seguro a evaluar la situación; estaban colorados, se les notaba que trataban todo el tiempo de contenerse. La cosa estaba clara: un sabotaje en las bajantes y atranco severo de otras cañerías, por lo que ellos se lavaban las manos. El dueño tenía tal cabreo (no ayudó escuchar las carcajadas convulsas de los fontaneros nada más cruzar la puerta de la calle) que le dio una patada a la taza del retrete, dañándose el dedo gordo. Luego decretó el cierre del garito durante un tiempo, para los empleados que estaban dados de alta pediría un ERTE.
Pam vio en aquello una excusa oportuna para cambiar de aires, para vivir otras experiencias y volver a reconciliarse consigo misma, y así sedujo a Irene para hacerlo juntas. Le pareció una buena idea, pero ninguna de las dos tenía un duro, así que se buscaron las mañas: resulta que había plazas de voluntariado en un cotolengo que llevaban en la India las monjitas pupilas de Teresa de Calcuta, así que allí se fueron, viajando de balde con un contingente de religiosas que volvían después de recaudar fondos por el estado español. Claro que las cosas no eran tan sencillas como ellas se imaginaban, les costó bastante adaptarse; pero tenían las tardes libres para turistear. Las religiosas empezaron a mosquearse al comprobar que algunos de los internos siempre se bajaban los pantalones cuando se cruzaban con Irene. «Es que así se quedaban relajaditos», bramaba Pam imitando la voz de su amiga cuando se metieron en un rincón a hablar del asunto, «¿pero es que no piensas las cosas o qué? Nos van a echar de aquí, y luego a ver qué hacemos». Y así sucedió.
Por ventura, sabían por sus pesquisas de una comunidad liderada por un gurú local, donde las mujeres menores de cincuenta años comían y dormían por la cara. Eso sí, dentro del recinto tenían que estar desnudas, para el resto era voluntario. Para darle sentido a su estancia, empezaron a frecuentar al sabio, con el propósito de crecer espiritualmente: este no hablaba su lengua, claro, pero aun así las miraba con curiosidad cuando le hacían sus preguntas. Luego se volteaba y seguía cuidando de las flores que tenía en el jardín. Un día las recibió con mirada beatífica sentado en una tumbona de mimbre que por allí tenía, indicándole que se acercasen, y les apuntó con la gaita. Tenía toques blanquecinos, como de salmuera. «De esto te tienes que ocupar tú, que eres la gallega», dijo Irene, así que Pam se puso de cuclillas con cara de pez; el hombre asentía con semblante grave hasta que llegaba a un breve éxtasis místico, donde ellas entendieron que la enseñanza tenía lugar. Así pasaron las semanas y surgió la cizaña entre ellas: Irene afeaba a su amiga que se quedase el conocimiento adquirido del gurú siempre para sí. Pero lo cierto es que a Pam ese conocimiento no le aprovechaba para nada, tal vez todavía no estaba preparada para entenderlo o estaba incompleto, como un poema que no había terminado de recitarse. En cualquier caso, ambas tenían poca paciencia, y por el bien de su amistad decidieron buscar nuevos horizontes.
Menos mal que a los pocos días se encontraron por la calle a Isa y Lili, antiguas amigas de Lavapiés que también habían dado a parar allí esquivando la crisis de los cuarenta. Cuando escucharon sus peripecias, entendieron enseguida que a la vuelta serían las reinas de la fiesta por una buena temporada, así que les convenía arrimarse a ellas: tendrían de nuevo credibilidad al vestir pantalones bombachos tras sacudirse la conciencia por haber desertado del barrio cuando se quedaron preñadas, y serían absueltas de sus pecados por sus antiguas amistades. Renunciaron a continuar el viaje por Camboya y Tailandia para que Pam e Irene no supiesen de su aburguesamiento rampante y lo fuesen cascando por ahí; de paso poder traérselas de regreso en el avión sin tener que hacer gasto extra.
Esperando en la puerta de embarque, las cuatro convinieron que no habían conseguido en la India nada de lo que buscaban, había sido solo un sueño del que pronto iban a despertar. Se hizo un silencio apesadumbrado hasta que Pam saltó: «tías, ¿y si nos metemos en política?».