Ciudad de vida y muerte

Ciudad de vida y muerte

13 de noviembre de 2013 0 Por Ángulo_muerto
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«Ciudad de vida y muerte» de Lu Chuan (2009)

 Otra visión de la película

MElena G. Portal

Los mensajes subliminales que las películas nos transmiten no se revelan con claridad hasta pasadas unas cuantas horas, cuando las huellas de las impresiones causadas por el envoltorio narrativo-artístico han terminado de disiparse. El tiempo necesario para que estos mensajes salgan a la superficie varía; debe depender tanto de lo sensibilizados que nos encontremos hacia el tema como de la categoría subliminal que su comunicación haya sido capaz de alcanzar. Generalmente no pasa de unas horas, a veces una noche. A mí, en el caso de la Ciudad de vida y muerte, me llevó un día y hasta dos noches valorar en profundidad la perversión del mensaje que esta película nos depositaba.

La película Ciudad de vida y muerte, que dice narrar la masacre realizada por los japoneses en la ciudad china de Nanking durante la segunda guerra chino-japonesa, en 1937, no es que sea mala, no es que sea injusta con la historia, no es que sea parcial, es que es sencillamente perversa. No creo que únicamente se trate del intento de diluir el agravio sentido por el pueblo chino ante la barbarie perpetrada por el pueblo japonés, mediante la exposición de unos hechos vistos desde ambas partes, víctimas y verdugos, mostrando los sufrimientos y desventuras de unos y otros. ¡No!, ¡no!, ¡ya hemos visto muchas películas con esa intención y no se trata de eso!

La película Ciudad de vida y muerte no narra la masacre que se realizó en la ciudad de Nanking ni la guerra en 1937 entre chinos y japoneses. Si me limitara a lo que vi en la proyección (la danza de los japoneses me pareció magnífica), hoy sabría sobre aquellos hechos poco más de lo que sabía un par de semanas antes, es decir, nada. La narración es mucho más general. Salvo por los caracteres visibles en pequeños papeles y las facciones de los contendientes, aquellas imágenes y aquella narración se podrían situar en cualquier lugar y época del mundo. ¡Con una excepción!, el primer plano del fino y brillante preservativo de plástico -hay actores que matarían por un primer plano de esa categoría- que me resultó completamente fuera de lugar en una narración de 132 minutos sobre una masacre en la que se mataron de 200.000 a 300.000 personas y se violaron a entre 20.000 y 80.000 mujeres.

La película es perversa. La narración se centra en lo que ocurrió en una zona de seguridad internacional establecida para el refugio de los vencidos; lo que ocurrió allí nada tiene que ver con lo que cabría esperar de una zona protegida internacionalmente, eso la película no lo esconde, pero tal y como nos lo cuenta, casi podría decirse que allí cada uno fue responsable de su propio destino. La película no intenta mostrar la cara buena de unos malvados soldados japoneses que, impelidos por los acontecimientos, cometen atrocidades contra la sufrida población de una ciudad china bajo la permisiva, por impotente, mirada internacional. No es eso lo que intenta porque en la narración de Ciudad de vida y muerte, pensando en alta definición, es difícil encontrar actos cuya autoría se pueda atribuir en su totalidad a los japoneses. Desde el principio al fin, la película no hace más que mostrar una sucesión de situaciones en las que los invasores -dejemos a un lado las nacionalidades, que al mensaje no le importan- establecieron unas normas y en las que los invadidos sufrieron las consecuencias de no respetarlas. La visión que se nos dibuja de las víctimas es la de unos seres que, por su propia elección, representaron el papel de víctimas; ellos mismos por un motivo o por otro eligieron el camino de la tragedia. Con esta interpretación de los hechos históricos, la película no sólo exculpa a los verdugos sino que, incluso en ocasiones, lo que pretende es sublimar los daños infringidos. Con la masacre de Nanking de fondo, las puntuales escenas que muestra la película componen un rosario de imágenes prefiguradas que no puede tener más objetivo que el intentar adoctrinarnos en los comportamientos que, los que han promovido esta película, desearían en todos nosotros.

Tras varios minutos de intercambio de balas -algo absolutamente normal en la narración de una guerra- en los que no recuerdo que se prestara diferente tratamiento a acosadores y acosados -recordemos que se trataba de una invasión-, comienza el desfile de situaciones en los que unos invasores, siempre corteses y educados, acaban con las vidas de unos invadidos que, a juzgar por la forma de contarlo la película, parece que lo están pidiendo a gritos.

Los jóvenes soldados invasores entran en un edificio y encuentran en él a cientos o miles de civiles refugiados en su interior. Tras la sorpresa, el nerviosismo de civiles y soldados empieza a crecer, los soldados realizan movimientos erráticos en su intento por controlar una situación que les supera, los civiles se empujan unos a otros, la tensión crece por momentos, se masca la tragedia, sabemos lo que va a pasar, lo sabemos porque lo hemos visto en otros muchos casos, y así ocurre, los fusiles comienzan a hablar, los soldados escuchan un ruido sospechoso y todas las balas se dirigen al mismo rincón. ¿Qué había allí?, ¡una puerta cerrada! ¡inadmisible! Cuando finalmente acribillada por las balas la puerta cae, se desploman encima más de una docena de personas que tras ella pretendían esconderse, ¡imperdonable! No sabemos lo que ocurre después, lo único que la película nos muestra es el horror en las caras de los jóvenes soldados cuando descubren el crimen que acaban de cometer, que -tal y como nos lo cuentan- ha sido totalmente involuntario y -por qué no decirlo- debido a ese empeño de las gentes en esconderse donde no se las pueda ver.

ciudad.jpg___Algo más tarde se nos muestra que los invasores ya se han hecho con el control de la ciudad, derriban las estatuas, juegan, hacen deporte, ríen, acuden a los prostíbulos del momento, se cortan el pelo, ¡ya se sabe! ¡las actividades propias de estos casos! Los invadidos se encuentran bien organizados encerrados en varios recintos y comienzan las ejecuciones en masa, todas ellas narradas con la mayor limpieza y algunas incluso con imágenes idílicas de las olas del mar acariciando en su llegada a la playa los rostros de los prisioneros caídos. Sangre no recuerdo haber visto, no. La película se proyecta en blanco y negro, pero no recuerdo haber visto nada parecido a sangre en un relato sobre la muerte de más de 200.000 personas y la violación de más de 20.000 mujeres. ¿Serían seres de otro planeta?

La muerte de todo un campamento de prisioneros parece ser, según lo muestra la película, por deseo propio. A la llamada de los vigilantes a uno de los prisioneros –no se explica el por qué-, responde inicialmente él mismo, un poco más tarde su hijo de unos ocho años y, a continuación, todo el resto de prisioneros que, al grito de ¡viva nuestra nación!, ¡nunca acabarán con nuestra raza!, parecen ofrecer voluntariamente sus pechos para recibir la última bala que acabará con sus vidas. Todos ellos caen muertos en la película, todos menos dos, un niño y un hombre.

Lo que en la secuencia anterior ha quedado únicamente esbozado, en una de las secuencias finales queda completamente descrito. Inexplicablemente y con cara de bobalicón soñador, un hombre maduro y experimentado que, de milagro y gracias a la benevolencia y generosidad de algunos soldados invasores, ha conseguido traspasar junto a su mujer la puerta de salida de aquel infierno, rechaza el futuro que se abre ante ellos y decide regresar al infierno con el único argumento de que buscará a su hija que, como bien debe saber, hace ya tiempo que murió. Allí mismo, al lado de la puerta, un soldado invasor pero humano le intenta vendar los ojos para la ejecución, a lo que él se niega comunicando al soldado que su mujer, al otro lado ya de la cerca, se encuentra encinta. Como si este pensamiento le mantuviera obnubilado, aquel hombre se desplomará al contacto de las balas con una boba expresión de felicidad en el rostro.

La muerte de la señora Jiang, uno de los pocos personajes con nombre y apellidos, también es provocada por ella misma. Los invasores han llenado un camión de prisioneros varones para llevárselos de allí. Ante las protestas, llantos y lágrimas de las mujeres, les dan permiso a éstas para sacar del camión a un hombre por familia. La señora Jiang decide arriesgarse a sacar dos hombres, primero uno y después otro, creyendo que los soldados no lo notarán. La segunda vez los soldados la reconocen y la cogen presa para dedicarla a proporcionar sexo a los invasores. Ante el horror que le espera, la señora Jiang suplica que le maten, a lo que el soldado, invasor pero compasivo, accede y le dispara. ¿No le habían advertido que sólo se permitía un rescate por familia?, deja planteado la película.

Hasta la muerte de la hija del señor Tang parece que se pueda atribuir a su mal comportamiento. Una pequeña de unos cinco años a la que un soldado decide lanzar por la ventana cuando la ve lanzarse con sus manitas a defender de los soldados a sus familiares. ¿Pero no se podrán estar quietos los niños donde les mandan?, parece que nos pregunta el guionista.

El simbolismo de la habitación cerrada es visible. Nos encontramos con la segunda puerta cerrada. Se trata de una habitación que los coordinadores de los refugiados o los extranjeros que se encuentran allí en misión humanitaria defienden y mantienen cerrada a la inspección de los invasores. Los soldados, que han entrado en la casa arrasando con todo, exigen que se les abra para ver lo que encierra -claramente los promotores del film tienen un serio interés en que nada quede fuera de su campo visual. La sorpresa e incluso sensación de ridículo nos invade cuando observamos que, frente a las desgracias humanas que hemos estado presenciando, lo único que se protege en aquella habitación es lo que viendo la proyección percibí como instrumentos científicos y artísticos y que hoy contemplo como el patrimonio cultural de una nación. Los promotores de la película prometen no destruirlo, no se contemplan destrozos ni saqueos del mismo, ni del patrimonio cultural ni del rosario que el muchacho que hay en la habitación conserva en su poder.

En lugar de sensibles mujeres forzadas por salvajes soldados, lo que esta película pretende hacernos creer que se vio en Nanking, en 1937, fueron mujeres que por un motivo o por otro, por un regalo o por otro, y sin pensar en los seres humanos con los que mantenían contacto, prestaban felices su orificio a unos desconsolados y respetuosos soldados que, cumpliendo las normas militares y sanitarias, buscaban en ellas algo más que un simple cuerpo, considerándolas en algunos casos como si de sus esposas se tratara; eso sí, capaces de observar impasibles como, bajo las estrictas normas militares, sus compañeros se las beneficiaban, uno tras otro, hasta acabar con sus vidas.

La narración, intento de justificación y minimización de las violaciones que se produjeron en aquella ciudad y con las que los que han promovido esta película parece que se deleitan, merece un lugar en alguno de los estercoleros de este planeta. Comenzando por el vocabulario utilizado para su definición -a la esclavización de mujeres para su utilización como objetos sexuales se le denomina consolación de los soldados-, continuando con las justificaciones que ponen en la boca de algunas mujeres que, según dicen, prefieren mantener su pelo aunque eso les haga víctimas potenciales de abusos sexuales, y que defienden ante sus compañeras que no hay nada malo en consolar a los soldados invasores -me extrañaría que el guionista de esta película hubiera sido una mujer-, resaltando la imagen nauseabunda de unas manos iluminadas que se alzan voluntariamente como señal de mujeres que ofrecen sus cuerpos para consolar a los soldados invasores durante tres semanas, a cambio de carbón y comida para la comunidad -algo así como el programa petróleo por alimentos-, y finalizando en la imagen de aquellos idílicos cuerpos casi nacarados que retiran del campamento cual cargamento de carne cuando, exhaustos por los abusos de los soldados, han acabado perdiendo la vida.

Yo no sé lo que pasó en la ciudad de Nanking, en 1937, no estuve allí y nadie me lo ha contado, pero estoy segura de que lo que sucedió en aquel lugar no tiene nada que ver con lo que presenta la película Ciudad de vida y muerte. Pido disculpas si, debido a mi mala memoria e incurrido en alguna inexactitud en lo que a la descripción de las imágenes del film se refiere, pero, dado que lo que importa en las películas no es lo que hemos visto sino el impacto, subliminal o no, que hayan conseguido dejar en nuestro interior, no pienso volver a verla para contrastar el texto.