RAYMOND ABELLIO Y EL ROMPECABEZAS DEL PADRE CARRANZA

RAYMOND ABELLIO Y EL ROMPECABEZAS DEL PADRE CARRANZA

20 de mayo de 2025 0 Por Ángulo_muerto
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Marcos G.V

Hay personajes que ni siquiera necesitan ser los protagonistas de sus historias para conquistar nuestra memoria con su magnetismo. Todos conocemos estas personalidades heterodoxas que pueblan las páginas de los libros y las pantallas de cine: el coronel Kurtz interpretado por Marlon Brando, el Travis Bickle de Taxi Driver, el enigmático Nigromontanus de Ernst Jünger, el agente Rust Cohle de True detective, etc. Cada uno de nosotros podría citar una galería de profetas de anómalas doctrinas, así como medir la influencia que han tenido en la manera que tenemos de comprender el mundo. Porque si algo une a estos personajes es su singularidad visionaria, o en otras palabras, su capacidad para revelar una cara diferente del mundo el ángulo muerto de la realidad, por así decirlo. Después de habernos puesto en su piel durante un tiempo, no podemos volver a ser los mismos: un velo ha caído ante nuestros ojos.

El padre Carranza, secundario de lujo y psicopompo del protagonista de la novela de Raymond Abellio Los ojos de Ezequiel están abiertos, se ha ganado a pulso su sitio en esta hipotética enumeración. Debido al olvido que rodea a este escritor francés, con una única obra editada en nuestro país, creemos que merece la pena difundir las heréticas reflexiones de este clérigo, suspendidas entre el Cielo y el Infierno, y hacer justicia al placer que nos indujo su lectura.

Pero, antes de nada, comenzaremos ofreciendo una breve semblanza del autor de la novela, Raymon Abellio pseudónimo de Georges Soulès, quien vivió entre 1907 y 1986. En su seudónimo ya podemos apreciar un contenido esotérico: por un lado, el nombre Abellio hace referencia a la versión pirenaica del dios Apolo; por otro lado, sus iniciales, “RA”, aluden a una deidad solar egipcia. Abellio estudió en la École Polytechnique y, durante su juventud, estuvo implicado en la defensa de ideas de extrema izquierda, pero durante la Segunda Guerra Mundial apoyó el régimen de Vichy. Tras el final del conflicto bélico, fue condenado a veinte años de cárcel por colaboracionista y escapó a Suiza, no regresando a su tierra natal hasta 1952, cuando fue amnistiado.

El autor británico Guy Patton, tal y como recoge Philip Coppens en el artículo que ha traducido a nuestra lengua Juan Gabriel Caro Rivera1, define la heterodoxa cosmovisión que forjó Abellio como el intento de crear una Nueva Europa gobernada por un rey-sacerdote y fundada sobre varios mitos contemporáneos, como el del Priorato de Sion. Estos mitos buscaban promover en el Occidente actual un retorno a los símbolos tradicionales, como por ejemplo los transmitidos por medio de las leyendas del Rey Arturo.

Si analizamos la literatura sobre el Priorato de Sion y también a su creador, Pierre Plantard, pronto nos damos cuenta de que Plantard utilizó el concepto del Priorato para crear una ideología que llevará a la creación, coincidiendo con el advenimiento de la era de Acuario, de una Europa unificada que se extendería de Oriente a Occidente, es decir, desde el Atlántico hasta Japón. Esta idea será retomada por Jean Parvulesco, quien contribuyó a la difusión de la obra de su amigo, y por Alexander Duguin, que ha popularizado recientemente esta concepción euroasiática de la geopolítica.

El autor francés consideraba que, para que esta nueva etapa de nuestra civilización acontezca, es indispensable la aparición de un “sacerdocio invisible”, que sería el responsable de guiar el proceso hasta su consecución la manifestación de una figura como el padre Carranza responde a este arquetipo. El propio Abellio dice en Asunción de Europa: “Los sacerdotes puros son siempre invisibles”. Corresponde, pues, a Occidente, disolviéndose como Occidente visible, dar nacimiento a esta casta compuesta por quienes, conscientes del futuro, sólo pueden ser hoy hombres sin acción visible en el mundo. Con esto en mente, Abellio reclama una “militancia profética”, que aunaría política, ciencia y espiritualidad.

Mientras Parvulesco siguió depositando su fe, hasta el final de sus días, en el papel de Rusia en la futura regeneración de Europa, Abellio predijo, a partir de una serie de observaciones de tipo astrológico, la caída de la Unión Soviética, y entronizó a China como futuro poder global, debido a la manifestación de una suerte de “marxismo luciferino”, término utilizado para designar una modalidad de materialismo opuesta al materialismo individualista de los Estados Unidos.

Abellio trató de describir las etapas de las civilizaciones utilizando términos extraídos de la ontogenia cristiana: concepción, nacimiento, bautismo, comunión, muerte y asunción. Siguiendo este esquema, consideraba que la siguiente etapa de la historia de Europa, después de su muerte por agotamiento en el proceso de occidentalizar el orbe, era la Asunción. Así mismo, consideraba que la Madre de Dios desempeñaría un papel fundamental en el futuro de la Nueva Europa, tal y como denotan las sucesivas apariciones marianas, como por ejemplo la de Fátima de 1917. Por su parte, China estaría cruzando ahora el umbral de su propia comunión con el mundo, que sólo puede conducir a la sustitución de Occidente. Pero a diferencia del proceso de occidentalización del mundo, que implicó la exportación de los aspectos más superficiales de la religión cristiana, la “chinificación” actual del mundo no implica en absoluto el deseo de imponer a Lao Tse, Confucio y menos aún a Buda. Por el contrario, China lo absorbe todo y no rechaza nada.

Con todo, lo verdaderamente sugestivo de la praxis política imaginada por Abellio es el sistema esotérico, inspirado por autores como René Guénon o Julius Evola, sobre el que se funda. El núcleo de su planteamiento es la superación, en todos los ámbitos, de la falsa dicotomía que subsiste en el dualismo cartesiano sujeto-objeto. Dicha superación significa, además, el reconocimiento de la existencia de un proceso de retroalimentación entre la ciencia y el espíritu. La conciencia humana estaría destinada, según Abellio, a evolucionar desde el reino de la cantidad, es decir, de lo científico, a la verticalidad del reino de la cualidad. Dicho modelo evolutivo, que trae reminiscencias de la teología de Pierre Teilhard de Chardin, cristaliza en la “Cruz hiper-cúbica”, símbolo que alude a una ontología esencialmente dinámica, y que fue representada por Salvador Dalí en uno de sus cuadros más celebres.

Abellio vincula directamente el esoterismo del I Ching con la Cruz hiper-cúbica. El Simbolismo de la Cruz es tal vez el libro de Guénon que más influyó en el pensamiento de Abellio, en particular los capítulos que contienen consideraciones puramente geométricas, y que ponen de relieve el hecho de que “el paso de las coordenadas rectilíneas a las coordenadas polares” que describen la Cruz al girar sobre sí misma da como resultado: “la figuración del vórtice esférico universal a lo largo del cual fluye la realización de todas las cosas, y que la tradición metafísica del Extremo Oriente llama Tao, es decir, la Vía” (Guénon dixit). La imagen tridimensional de la Cruz giratoria se convierte entonces en el único vínculo posible entre Oriente y Occidente. El sacerdocio invisible, el cual invocamos con anterioridad, sería el encargado de tender un puente sobre el principio común de una metafísica basada en la indeterminación.

A la par, Abellio apuesta también por la implementación de una física que armonice la filosofía de Heráclito, Gregorio Nacianceno o el Maestro Eckhart, con textos orientales como el Tao Te King. Esta física, que ya aparece preconizada en los Principios de cálculo infinitesimal de Guenon, no solo abraza el principio de la indeterminación, sino que articula un eventual concepto de equilibrio fundado sobre la coincidencia de los opuestos y no sobre el número cero. Como dijo Nicolás de Cusa: “Las obras humanas obedecen a la ley del equilibrio, pero el equilibrio se destruye por el antagonismo de fuerzas; las obras divinas obedecen a la ley de la armonía, que construye con analogía de contrarios”.

Como veremos a continuación, muchos de estos ingredientes aparecen, de una manera más o menos disimulada, en la novela que nos ocupa. Conocemos al padre Carranza porque el protagonista, Pierre Dupastre, alistado en las Brigadas Internacionales durante la guerra civil española, lo rescata en una escaramuza que tiene lugar en Guadalajara. Allí el monje benedictino le solicita su ayuda para llegar al monasterio de Monserrat, al que pertenece, y a partir de este encuentro se genera un vínculo entre ellos, que no es otro que el del maestro y su iniciado. Durante sus extensas conversaciones, Carranza despliega un sinnúmero de temas, aparentemente inconexos, pero que van impregnando a todos los personajes de la novela que tienen la fortuna, o la desgracia, de cruzarse en su camino.

Pese a la heterogeneidad y aparente arbitrariedad de los temas que discute Carranza con Dupastre, hemos creído posible identificar un hilo conductor que atraviesa todas las conversaciones. Se trata del desarrollo de un nuevo tipo humano que, según deducimos, reúne las características de ese sacerdocio invisible con el que fantaseaba Abellio, y que encuentra su fundamento en el concepto de “indiferencia”. El clérigo vilipendia cualquier tipo de sentimentalismo, pues impide la consecución del acto puro, única garantía de un acceso a la trascendencia. El secreto consiste en “agotar, actuando, la tentación de actuar”. Los remordimientos, que siempre responden a la vergüenza o al orgullo, no hacen sino alimentar esos demonios que nos torturarán hasta la eternidad, haciéndonos desear lo imposible, es decir, que las cosas hubieran sucedido de otra manera.

El acto puro, por el contrario, implica una unidad perfecta entre la acción y el pensamiento, lo cual nos permite actuar en el mundo sin arrastrar sus secuelas. La figura que intenta moldear el benedictino no debe estar ligada a nada, ni a la familia, ni a los amigos, ni a la patria. Solamente permanece inmaculado quien no está atado a ninguna misión y a ningún afecto, aquel que no tiene ninguna responsabilidad; solo alguien así está preparado para el suicido, el martirio o para seguir a Dios, dice el padre Carranza. Abellio define el estado de liberación al que apela su personaje con una forma de expresarse que no dista mucho, por ejemplo, de las doctrinas expuestas por Krishna en la Bhagavad-gītā no es casual que en numerosas ocasiones los capítulos estén introducidos por pasajes de dicho texto hindú.

La imperturbabilidad que demanda se funde con otro de los principios de la sabiduría perenne: la coincidencia de los opuestos (coincidentia oppositorum). De hecho, en repetidas ocasiones hace hincapié en la condición ambivalente del Cristo equilibrador. Reconciliación entre el espíritu y la materia, así como entre lo divino y lo humano, tal y como se muestra en la iconografía donde el Cristo crucificado se encuentra franqueado por el sol y la luna, como si de una balanza se tratara.

El proceso místico del padre Carranza conlleva, además, una interpretación peculiar de la naturaleza de Dios, dado que afirma que lo que le define, y lo que debe tratar de emular el hombre, es esa capacidad de matar sin sentir ira u odio hacia los demás o hacia uno mismo. En cierto sentido, la muerte en el marco de una total ausencia de sentimientos se convierte en la única razón que puede justificar el eterno ciclo de nacimiento y destrucción que vertebra el mundo no en vano, la última novela de Abellio gira en torno a un terrorista que atenta sin ninguna motivación, guiado simplemente por la búsqueda de esa acción radical donde se realiza la existencia en toda su plenitud. El santo al que aspira el monje tiene que franquear un último obstáculo y entender que el asesinato y el martirio, matar o dejarse matar, son idénticos.

“El Padre y el Hijo son uno. Matar y dejarse matar, el asesino y el mártir son, en definitiva, cosas equivalentes”, señala Carranza. Lo que aquí trata de demostrar es la perfecta complementariedad que hay entre el Dios del Antiguo y el del Nuevo Testamento, negando cualquier atisbo de dualismo ontológico. La doctrina que aquí se presenta aspira al mayor grado posible de pureza monista y, al menos en ese sentido, está en sintonía con la metafísica tradicional. Para seguir la vía que propone resulta necesario renunciar tanto al modelo gnóstico, con su divinidad completamente trascendente y ajena a la creación, como al Dios-aquitecto panteísta de la masonería, que se degrada a la inmanencia más absoluta.

La reflexión que nos ha traído hasta aquí tiene diversas ramificaciones, por ejemplo, en lo relativo a las polaridades masculino-femenino y a la comprensión del eros, donde el discurso articulado por Abellio adquiere tintes tántricos. En un principio, las tesis del padre Carranza se asemejan a la teoría junguiana del ánima y el ánimus, que asume la existencia de una imagen inconsciente de la contraparte masculina-activa, o de la femenina-pasiva, que complementa al individuo. Es decir, cada personalidad encuentra, respectivamente, en la mujer o el varón que está fuera de sí el elemento alquímico que hace florecer ese aspecto incompleto de uno mismo. Desde el punto de vista del hombre, esa es la misión del eterno femenino y de los avatares de la feminidad.

Pero no se queda aquí, sino que se añade una reflexión escatológica, porque en el fin de los tiempos, que será provocado, hipotéticamente, por el principio femenino, ese mismo principio regenerará al hombre y dará lugar a ese nuevo tipo humano que pertenecerá a la categoría del sacerdocio invisible. Esto es así porque, al disolverse en la matriz pasiva de la mujer, el fuego e la voluntad se extingue y se descubre el axis mundi en uno mismo, es decir, la imperturbabilidad. En consecuencia, tal y como lo explica el monje benedictino: “el tipo perfecto y último del afeminado será mixto, demonio y dios, y tenderá lo mismo a la contemplación que al dominio sobre otro. Y sobre esta contemplación se funda la verdadera castidad”. Además, esta última alusión a la castidad se ve ampliada con otras referencias todavía más claras a las prácticas tántricas, como cuando explica que: “Se puede ser abstinente sin ser casto, como algunos viejos, y casto sin ser abstinente, como algunos iniciados…”.

Finalmente, podemos hablar de dos teorías, una metapolítica y otra estética, hilvanadas en los últimos compases de la novela: “el comunismo sacerdotal” que nada tiene que ver, afortunadamente, con la teología de la liberación y sus derivados y la “novela metafísica”.

El padre Carranza demuestra, a lo largo de toda la novela, un interés profundo por los militantes comunistas que se encuentra; no solo por Dupastre, sino también por otros como Patrick, Bonnava o Saint-Martin. En los intercambios de estos personajes entre sí, o en su defecto, con el benedictino, se intuye una manera radicalmente novedosa de afrontar la política y, particularmente, el comunismo, en el que Abellio identifica una alternativa al orden constituido desde la modernidad capitalista.

Sin embargo, esta conclusión no es resultado de ningún tipo de convicción ideológica, sino que tiene razones teológicas. El marxismo lleva a lo que el propio Marx denominaba “la catástrofe final del capitalismo”, que no es otra cosa que el vacío más absoluto, que equivale a la voluntad desnuda. Como hemos visto hasta ahora, todo el sistema místico del monje gira en torno a la pureza de la acción ejecutada sin remordimientos. En consecuencia, el desnudamiento que induce el implacable racionalismo marxista, llevado hasta sus últimas consecuencias totalitarias, purgado de todo humanismo e igualitarismo, no conduce a un craso materialismo, sino a Dios: “El marxismo iguala a Dios por abajo, y por eso es necesario atravesar el marxismo para encontrarse con Dios”.

Además, Abellio introduce de nuevo en este punto la cuestión escatológica, y le adjudica al comunismo, manteniendo ese tono profético que tiñe todo su discurso, un papel fundamental en el Apocalipsis, ya que será esa militancia la que engendrará al dictador definitivo nuevo tipo humano que incluso estará imbuido de poderes parapsicológicos, como por ejemplo la capacidad de infiltrarse en una mente ajena para inducirla a actuar. Por tanto, las aspiraciones de este “comunismo sacerdotal”, que no es sino un sinónimo del sacerdocio invisible que liderará el rumbo de los tiempos, tienen un valor meramente instrumental.

No obstante, la figura del jefe comunista, encarnada finalmente por el joven Saint-Martin, se complementa, necesariamente, con la del escritor de “novelas metafísicas”, tal y como aparece representada en el caso de Dupastre, protagonista y narrador de Los ojos de Ezequiel están abiertos. El luciferino Dramaille llega a esta misma conclusión y resume, con sus propias palabras, el conjunto de figuras en torno a las cuales gira la narración de Abellio: “Cuando se acerque el cambio de los tiempos, sólo habrá tres clases de hombres con los ojos abiertos: los santos, en sus celdas, los jefes comunistas dignos de este nombre y los novelistas de cualquier parte. Los primeros pertenecerán a Dios, los segundos serán testimonios del Diablo, los terceros no pertenecerán a nadie…”.

De entre todos ellos, los novelistas verdaderamente independientes, consagrados con devoción a su labor creativa, permaneciendo ajenos a cualquier tipo de compromiso contingente, se manifiestan con un brillo particular, dado que “son los únicos capaces de plantear los dos verdaderos problemas de la época: cuáles son las condiciones de una nueva santidad y en qué condiciones se producirá la venida de los grandes dictadores”. Esta sofisticación cada vez mayor del novelista será el elemento que conducirá, simultáneamente, a la aparición de líderes dotados de una psicología cada vez más perturbadora. Finalmente, el último novelista y el último dictador confluirán en un mismo sujeto, un escritor que descubrirá la inutilidad de escribir la última novela y dará el paso definitivo, por medio del cual la ficción, que hasta entonces habitaba las páginas de los libros, entrará de lleno en la Historia. Deducimos que para Abellio esta encarnación de la literatura, que marcará el advenimiento del fin de los tiempos, coincide con sus profecías en torno a la política europea, que tiende a fundirse cada vez más intensamente con el mito.