Espejos
13 de noviembre de 2013
Anita Haas
Era una noche muy movida en “Espejos”. El estrépito de la música podía oírse en la calle. Aunque no perteneciese a la universidad, estaba repleto de estudiantes, sobre todo extranjeros. Las intermitentes luces policromadas iluminaban la pista de baile de forma que los presentes parecían intérpretes de un espectáculo. La sala incluía la barra del bar, la pequeña área del DJ y tres zonas para sentarse, compuestas por cómodos sofás rojos y mesas de formica, sobre las cuales destacaban vasos iridiscentes y bebidas de múltiples colores. Las paredes estaban cubiertas por espejos, diáfanos pese al humo que reinaba en el local. No por casualidad el local se denominaba “Espejos”.
Tres estudiantes jovencitas se abrieron paso hacia la barra entre la multitud. Una pelirroja alta y esbelta, una rubia redondita y una morena delgada de estatura media, ceñidas con diferentes versiones del mismo vestido corto negro. La pelirroja alcanzó la barra la primera, y pidió cócteles para las tres, con el asentimiento de las otras dos. De inmediato atrajeron la atención de varios jóvenes negros. Estudiantes extranjeros, algunos africanos y otros de las Indias Occidentales, conocidos en la universidad por su gran afición a las fiestas, así como por su descaro y sus características formas de ligar. Pronto apareció un grupo de tres, casi podía pensarse que se trataba de un arreglo tácito. El más atrevido se situó entre las tres, silbando de admiración. Las chicas sonrieron con cierta timidez, agitaron sus vasos y negaron con la cabeza. “Quizá después”, dijo una. Ellos se apartaron sonriendo, para dirigirse a otro grupo de chicas.
A solas, las tres chicas entrechocaron sus elegantes copas de cóctel. A continuación, las dos bajitas miraron a la pelirroja alta y dijeron: “Felices veinte años, Connie!”.
Poco después, la pelirroja caminó entre la multitud a través de la pista de baile, seguida por sus amigas. Observando por doquier, señalando con los ojos a sus amigas a según qué hombre. En respuesta, ellas sonreían cubriendo la boca en parte, apreciando el efecto producido en las víctimas o compadeciéndolas. Sin dejar de beber ni de fumar, mientras tanto.
La primera zona de los sillones estaba llena de oficinistas, tomando copas tras el trabajo. Entre los hombres, algunos se habían quitado la chaqueta y aflojado la corbata, revelando su faceta informal mientras bebían cerveza. En cambio, las mujeres guardaban la compostura, con sus faldas y blusas bien correctas, para no perder el respeto de sus compañeros de trabajo.
Justo entonces, la rubia bajita sintió una mano en su brazo. “¿Quieres bailar?”. Era un joven africano, alto, robusto y con una sonrisa amistosa, a buen seguro estudiante. La chica miró a sus amigas, como pidiendo permiso. En respuesta, ellas sonrieron con mirada de aprobación, y la morena cogió su vaso. Conforme la pareja desaparecía en dirección a la pista, otros dos estudiantes africanos aparecieron de inmediato. Las chicas sacudieron la cabeza, sonriendo, y los pretendientes abrieron los brazos como preguntando “¿Por qué no?.
La canción terminó, y la rubia bajita volvió junto a sus amigas, pese a que su pareja de baile protestase e intentara retenerla por el brazo. Las chicas agacharon la cabeza apenas ella se aproximó, deseosas de oír cómo había sido la experiencia. Escucharon el vívido informe, rieron y asintieron con complicidad.
De repente, en la segunda área de sillones, vieron un grupo de unas diez negras espectaculares. Algunas llevaban extensiones en el pelo, un par de ellas turbantes policromados. Sus vestidos, algunos blancos, otros multicolores, y sus llamativos complementos de plata contrastaban de forma atrayente con su piel. Hablaban entre ellas, pero sin perder de vista a sus amigos intentando ligar con blancas. Como un grupo de amazonas en una isla mirando más allá del mar. La expresión de sus rostros hizo estremecer a la rubia bajita:
– Uau, no quisiera cruzarme en su camino.
– Lo que no entiendo es por qué los negros nos rondan a las blancas, si sus chicas parecen diosas, comentó la morena.
– Para obtener papeles, sentenció la pelirroja alta.
Acabadas sus bebidas, se fueron a la pista y formaron un triángulo, entornando los ojos para indicar su desinterés por todo lo que no fuera mecerse al ritmo de la música. Pero cuando la morena abrió los ojos, vio a su amiga pelirroja bailando con un espectacular y altísimo chico negro, con trenzas de rasta, gafas de sol y una enorme cruz dorada sobre su fibroso pecho. Se movía como una serpiente y cuando sonreía entornaba los ojos. A continuación, miró a su amiga rubia, y vio que sufría problemas para apartar las manos de su nuevo compañero de baile. “No, no”, le insistía, sonriendo pero con un poco de pánico. Entonces advirtió que alguien más pretendía introducirse en el triángulo. Cerró los ojos y sonrió. No la habían desdeñado.
La canción finalizó y las tres enseguida encontraron asientos libres. Mientras, la música se lentificó y las luces languidecieron. Las parejas comenzaron a abrazarse, y predominaban las formadas por negros jóvenes y maduras blancas.
– ¿Veis esto?, ¡Cuán desesperadas deben estar!, comentó con desaprobación la pelirroja.
Por su parte, la morena agregó:
– ¡No os creeríais lo que me dijo ese chico!
– ¡Pues espera a oír lo que me susurró el mío!, aportó la rubia.
Progresivamente, la zona iba llenándose de maduras blancas y jóvenes negros. Las tres chicas habían visto mujeres así en fiestas universitarias y clubs nocturnos. Cuarentonas y cincuentonas, con el pelo teñido y un maquillaje exagerado, procurando disimular las múltiples arrugas y las patas de gallo, con risas forzadas y barrigas mal apretadas por sus vulgares minifaldas.
– Me dan pena, afirmó la morena.
– Parecen divorciadas, o madres solteras. Secretarias, ayudantes de dentista, esa clase de mujeres, añadió la rubia.
– Sí, que no tienen nada que perder. Sus últimos coletazos, agregó la morena.
– Pero existe algo llamado dignidad, sentenció la pelirroja.
– Eh, mirad eso, parece un inicio de orgía!, exclamó la rubia bajita, señalando un grupo que acababa de ver reflejado en uno de los espejos, cargados de humo.
– ¿Dónde?, las otras dos giraron la cabeza para echar un vistazo.
– Dios mío, y qué peinados, y qué ropa…
Lo que veían en el espejo eran tres cuarentonas. Obviamente bebidas, y divirtiéndose mucho. Una era muy alta, su teñido pelirrojo era de lo más artificial, y su imagen delataba temperamento de líder. Otra era pálida y delgada, con la piel prematuramente avejentada y el pelo teñido de un negro tan intenso que parecía el ala de un cuervo. La tercera era bajita y obesa, teñida de rubia platino, con una camiseta que dejaba al descubierto el ombligo, minifalda y unas botas vaqueras altas que parecían prestadas por su hija. Todas abrazadas a jóvenes negros, con quienes se besaban sofocadamente.
– Cumpleaños feliz, Connie. La rubia obesa elevó el vaso, y las otras la imitaron.
– Eh, ¿recuerdas la primera vez que celebramos aquí tu cumpleaños?, dijo la morena. ¿Cuántos años han pasado?
– Eso fue… La pelirroja frunció el ceño y miró al interior del vaso. Devolviendo la vista al espejo, suspiró y susurró:
– Hace mucho tiempo.