
“KAMIPÉN CALÉ”
11 de julio de 2025 ![]()
JOAQUÍN ALBAICÍN
Foto de @ Álex Serrano
Seiscientos años que, la verdad, se me han pasado en un suspiro se cumplen ahora, en 2025, de la llegada oficial de los primeros gitanos a la Península, en concreto al Reino de Aragón, y ha puesto en pie Jordana Pavón para conmemorar la efemérides un musical flamenco que también se nos pasa en un ay, evidencia de que deja a quien lo contempla con la miel en los labios, prendido en el hechizo de su propuesta y anhelante de volver a degustarla.
Estrenado -apenas cruzado el eje de San Juan- en el Auditorio El Torreón y en el marco de Los Veranos de Pozuelo, sólo esta bailaora, que sepamos, ha acertado -desde el punto de vista empresarial- a percibir la íntima conexión detectable entre la arribada aquí de nuestros antepasados y la génesis del arte hondo, convocando sobre las tablas para materializar este aniversario a un elenco de incontestable coherencia.
Coherencia, sí, porque, nietas ella y su hermana Salomé Pavón -a cargo de la dirección artística- de Manolo Caracol y sobrinas nietas de La Niña de los Peines, hija Saray Muñoz de la esencial Tina de Las Grecas, nieto Barullo del gran Farruco, hijos Samara Losada y sus primos Amador y Oliver Losada de Amador y Miguel de Los Chorbos, una Marta Heredia hermana de Ray, así como la aparición especial de Manuela Ortega y Enrique Pantoja, en su día dos de los platos fuertes del menú de Los Canasteros, todos ellos contribuyen a amalgamar lo más antiguo con lo más cosmopolita del flamenco, a fuer de dotar de raíces y enjundia a un espectáculo que, además de cimentarse sobre la autenticidad artística, parte asimismo de una autenticidad histórica encarnada por la descendencia real y palpable de aquel contingente romaní compareciente en estos pagos bajo el mando del Conde Juan de Pequeño Egipto. Súmese a ello el aplastante peso de la guitarra de Jerónimo Maya, que a los once años ya triunfara en el Carnegie Hall al lado de Sabicas y Paco y aparece aquí como un director musical y un intérprete de lujo nimbado por el aura de grandes tocaores -Mario Escudero, Manitas de Plata…- que, tal que los citados, dejaron bien clavada la pica en el Flandes del templo neoyorquino de la música.
El Carnegie quedaba aún a muchos suspiros de distancia a aquellos primeros gitanos aparecidos en la Europa Occidental, procedentes de ese mencionado y por largo tiempo enigmático Pequeño Egipto y que no portaban al cruzar los Pirineos bandera alguna, pues el actual oriflama romaní se remonta sólo a 1970 y a una sugerencia de nuestro amigo W. R. Rishi, podría decirse que portavoz no oficial del Gobierno indio de entonces. Pese a no detenerse en cuestiones históricas propiamente dichas, el musical de Jordana Pavón no deja de recordar a quien estas líneas firma los escritos vertidos por Rishi en Roma, única revista -por él fundada- dedicada por entero en Asia a las tradiciones, lengua, arte y devenires del pueblo gitano, deudora en lo estético de la francesa Études Tsiganes. Y también a aquel libro, Mil años de historia de los gitanos, debido a la pluma de François de Vaux de Foletier.
Mas esto no es una revista, sino un musical, un Anastasia o un Rey León flamencos, y en verdad que -pese a vivir en nuestra memoria ¡Torero! de Antonio Canales- se nos aparece como el único ejemplo de tal formato que conocemos en el presente momento del arte hondo. Nos consta que la producción ha sido puesta en marcha con poquísimo tiempo y, constatando en la noche del estreno cómo el montaje rebosa pese a ello de contenidos, no podemos menos que recordar la Ley de Parkinson, según la cual: “Cuando menos tiempo se tiene, más cosas se pueden hacer”. Por ejemplo, viajar durante un par de horas hasta el universo de las hadas, a un ambiente boscoso, de umbría, de riachuelos cantarines, de cuento de Tolkien, y hacerlo -en el vestuario, en los acentos musicales, en el clima…- en clave flamenca.
De ahí el notorio aire élfico que percibimos en todos los artistas. Lo percibimos en Lola Mayo, asolerada veterana de los tablaos. En Lucía de Pedrós, joven y hermoso valor de la danza flamenca. En el impactante baile no canónico -evocador de Michael Jackson sobre fondo de Los Yaki– de María Pavón, que presenta el contrapunto entre el ayer y el hoy, entre lo que se detecta así de ancestral como de novedoso en la danza gitana del presente. En Edu García, flautista en la estela de Jorge Pardo, Juan Parrilla y Ostalinda Suárez y que acaba de publicar su primer libro de poemas, además de aportar el guión del musical… En la bulería, el taranto, la caña o las alegrías de Rapico, Tachu Fernández -los dos pretendientes en liza por la mocita- y Josué Reyes, danzantes los tres de impactantes remates y flamenca estampa y que ponen de manifiesto el alto grado de distinción y complejidad alcanzado por el baile gitano, más allá y al margen de las extravagancias últimamente vendidas bajo tal etiqueta. En la inocencia de la debutante Cayetana Fernández… Y no podían, claro está, hablando de inocencia, faltar los niños en esta recreación del mito de la Tierra Prometida, y ahí anduvieron, accionaron y bailaron con verde duende los niñísimos Pilar La Faraona y Manuel El Farruco -hijos de Barullo– y José Rapiquito, vástago de Rapico.
El arranque del espectáculo por jaleos invocados por la flauta de Edu García, el chelo de Vatio y la garganta de Salomé Pavón tornó inevitable el recuerdo entrañable de Ramón El Portugués y su hijo Sabú, dos puntales de la gran casa Porrina que se nos acaban de ir. Se dolieron con verdad e inspiración durante toda la noche los ecos de Salomé, Marta Heredia y Saray Muñoz. Dolió asimismo el paso a dos por siguiriyas de Barullo con Tachu Fernández. Dolió el subyugante eco de Samara Losada cantando a Jordana y María Pavón. Dolió la suntuosa pincelada por balada de aromas turcos y romaníes del Este con que arranca los olés Oliver Losada, a cargo del teclado durante toda la gala. Dolió el único cante masculino de la velada, el de Eleazar Cerreduela, de sabor añejo al tiempo que rotundamente personal. Dolió el Djelem, djelem de Saray La Moreni, aún niña e hija de Barullo que lució con bravura justamente jaleada un eco luxuario. Momento bailaor importante fue también el de Miguel Cañas -garra, temple y peso- con ese chelo de Vatio imbuido de toda la melancolía de los gitanos del Este. Y, como si extrajera la energía y la inspiración de la cachaba pendiente de su antebrazo, Barullo, que lleva en los tuétanos de los huesos el baile farruquero, lo marcó con exactitud, contundencia y finura exentas de saltimbanquismos, dejando patente que ha cuajado en un firmísimo e interesantísimo bailaor.
El baile netamente moreno y flamíneo de una Jordana Pavón consciente de que esta noche se le cumplía un sueño brilló como en sus mejores tiempos en aquellas noches del Café de Chinitas, con elegancia y sentido y gitanísima donosura, nada de extrañar cuando se tiene atrás el calor y la rotundidad de esa guitarra rezumante de matices de Jerónimo Maya, que de principio a fin vibró con refinamiento y peso. Y debe ser mencionado ese número coral protagonizado por un cuerpo de baile que hipnotiza al público por esa espontaneidad y naturalidad que quienes no vivimos la década de los 20 del pasado siglo -la década de verdad de los 20- queremos atribuir a las sílfides de Diaghilev y a las hadas de El sueño de una noche de verano de 1935.
¡Brillante asimismo el resto del elenco! La trompeta de Simón Cárdenas, el bajo de Mae Rod, la guitarra eléctrica de Ramón Paz, la percusión de Amador Losada, la batería de Miguel Losada y las pinceladas en honor de Terpsícore de Soraya Pavón y Luisa Ortega… ¿Son estos gitanos los mismos que en 1425? Al menos son, como apuntásemos, sus descendientes de carne y hueso, las flores brotadas de la semilla esparcida por aquellos ancestros nuestros. Por eso y por más cosas, y salvando los puntuales contratiempos de luces y sonido habituales en espacios al aire libre y el handicap a superar de que, a nuestro entender, los escenarios idóneos para un musical no son los anfiteatros, a merced siempre de los elementos y siempre con carencias estéticas, sino los teatros, Kamipén Calé es una mirífica aventura escénica de gran plasticidad, de las que inyectan contento al alma y galvanizada con muchos quilates en lo que al duende se refiere, planteada con la verdad por delante y en la que ni uno solo de los números sale de chiqueros con las astas escobilladas.
Seiscientos años ya… ¡Y el viaje continúa!



Me parece una crítica maravillosa del espectáculo, desde el conocimiento y la sabiduría de Joaquín Albaicin
Muchas gracias, me alegra que te haya gustado. Un saludo.