Asesinato en el monasterio

7 de junio de 2020 0 Por Ángulo_muerto
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Joaquín Albaicín

Imaginar y retarnos a la resolución de un crimen cometido en un monasterio es siempre buena idea, pues la puesta en situación nos encuentra ya ambientados, no sólo porque todos hemos visto o leído al menos una vez El nombre de la rosa, sino porque la Iglesia ha servido durante siglos como refugio discreto a promociones y promociones de sodomitas que, en todo ese tiempo, no se han tomado un solo minuto de descanso en su empeño por convertir los lugares sagrados en cubiles infestados por el vicio que hizo célebre a aquella ciudad destruida por la cólera de Dios. Esa infiltración viene desde hace mucho segregando un torrente de noticias escandalosas que nos colocan en situación de ya no sorprendernos casi por nada.

  Todos guardamos secretos y ponemos en pie, por consiguiente, alguna clase de farsa. Es algo que disecciona con certerísimo e implacable bisturí Harlan Coben en No hables con extraños, una de sus series policíacas para Netflix. De ahí que, cuando llevábamos ya leídas bastantes páginas de Un bello misterio, la nueva novela con Salamandra de Louise Penny, todavía pensábamos que tanto la orden de los gilbertinos como su fundador, San Gilberto de Sempringham, eran una invención de la escritora. Pero no. Resulta que San Gilberto existió: hijo de un guerrero normando, fue íntimo de San Bernardo -el mentor del Temple- y falleció con ciento seis años. Existió también, por tanto, su orden, única fundada -en torno a 1130- en Inglaterra. No nos aclara Perry cómo diantres sus últimos integrantes habrían sobrevivido en una abadía perdida en los bosques de Canadá, donde graban y desde donde comercializan con éxito discos de gregoriano, gracias a lo que el Vaticano se percata de que esta olvidada fratría monacal sigue viva, pero es que, seguramente, el voto de silencio que con reservas se les permite romper en la novela no llega para tanto. Y se comprende.

  La auténtica orden se extinguió, por cierto, en 1538, con el decreto de supresión de los monasterios promulgado ese año por Enrique VIII, y, curiosamente, en la época en que la actual notación musical había empezado a reemplazar a los neumas, especie de virgulillas utilizadas hasta entonces en el canto gregoriano, género musical cuyo origen se remonta a las sinagogas frecuentadas por los primeros cristianos, que aspira no tanto al mero agrado musical cuanto a facilitar el contacto con Dios y que en Un bello misterio tanta importancia tiene. De cualquier modo, es una suerte que el asesinato desencadenante de la intriga sea cometido antes de la expansión del coronavirus, cuando por lo menos aún era factible la admisión de extraños en el interior de la abadía y no resultaba preciso enfrentarse a una comunidad de monjes de rostros cubiertos por mascarillas ni explicar cómo habría llegado hasta ellos ese material sanitario que, según nos han contado, sólo se fabrica en China.

  Al entrar sin guantes y guiados por Louise Penny en el jardín del abad y ver en su centro el arce que, por ser la estación, ya empieza a perder hojas, sentimos la apetencia de sentarnos bajo su copa a leer alguno de los libros de C. S. Lewis o Hildegarda de Bingen alineados en sus anaqueles por estos monjes o de echarles una mano en la alimentación de las gallinas chantecler al borde, al igual que su orden, de la desaparición. Cuesta considerar sospechosos de asesinato a unos lectores de los dos autores citados, pero claro, vete a saber cuántos de verdad los han leído. Es algo que el inspector Gamache, protagonista habitual de las novelas de Penny, no hace: descartar de antemano de la lista de posibles homicidas a quienes conste que hayan leído las Crónicas de Narnia.

  Eso sería lo suyo, pero claro, de obrar así… Ni habría habido novela, ni habríamos sabido de los arándanos bañados en chocolate por los que es famoso el convento ni hubiéramos asistido a la inesperada irrupción en escena de la vieja Inquisición de la que en su día se escondieron los gilbertinos. Y todavía menos, a la sorprendente aportación al vanguardismo musical con que la autora honra a la hoy llamada Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe.

  Como en toda novela, como en toda farsa de cuantas componen la vida, al final cae el telón y, en esta en concreto, nos queda eso, sabor a arándanos con chocolate, lo que no está nada mal en los tiempos que corren. Un buen café a modo de acompañamiento y… ¡a merendar!