Younghusband en el Himalaya

Younghusband en el Himalaya

7 de diciembre de 2018 0 Por Ángulo_muerto
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JOAQUÍN ALBAICÍN

 

 

 

  Siempre han dado las montañas mucho juego. Se prestan para ir a ellas a disfrutar del senderismo, de picnic, a dormir bajo el parpadeo de las estrellas, a rodar películas del Oeste y también -caso del Nysa o el Olimpo helenos- como residencia divina… Proporcionan el clima y los mosquitos a quien (Mann, Salgari, Lovecraft…) quiera escribir un libro y dan en su seno cobijo a leyendas, como el monte Etna en Italia o el Kyffhäuser en Turingia, donde se creía que vivía escondido -y, después, dormía- el Emperador Federico II Barbarroja. Pero, si a alguien marcó de por vida la fascinación por las cimas fue a los integrantes de toda aquella generación de militares y alpinistas británicos devastada por la I Guerra Mundial. Su historia la ha contado con soberano ritmo Wade Davis (En el silencio, Pre-Textos) y fue uno de sus principales exponentes Sir Francis Younghusband (1863-1942), de quien la editorial La Línea del Horizonte ha recuperado, con encendido prólogo de Ricardo Martínez Llorca, Por el Himalaya, la rememoración de sus viajes juveniles por Asia Central, Kharakhorum y el Pamir.

  Largos y peliagudos trayectos, sí. Pero es que, en aquella época suya, aunque severamente educados en homointernados espartanos y, en sus casas, por tutores sádicos y de equilibrio hormonal dudoso, todavía sacaban los ingleses de clase alta fuerzas y facultades para -como Conan Doyle- ver y fotografiar hadas, oler las especias de Malasia o Birmania a miles de kilómetros de distancia o, ignorantes de la invención de los gases asfixiantes, entusiasmarse con cuanto suponía firmar en el banderín de enganche para marchar al frente a caballo y sable en alto. Y esto, mientras soñaban con ascender sin oxígeno a la cumbre del Everest. No todo era romanticismo, claro, porque las caminatas de Younghusband y compañía por regiones del globo semi inexploradas por los occidentales y pisadas a lo largo de la historia por poquísima gente no obedecían tanto a un amor apasionado por la botánica o las nieves perpetuas -que también- o a un anhelo de aventura hace tiempo reducido a puré por la vida aséptica de la globalización como a las órdenes recibidas de sus superiores en el marco de Gran Juego, la pugna geopolítica que entonces enfrentaba a Rusia con el imperialismo británico -y, hoy, con Estados Unidos- en la lucha por la supremacía en Asia Central.

  De hecho, Younghusband encabezó la expedición militar británica que en 1904, arguyendo falsos cargos de connivencia del Dalai Lama con Rusia, invadió Tíbet  recurriendo al fuego de las ametralladoras Maxim contra hombres armados sólo con hondas y fusiles de chispa, aventura calificada de ignominiosa incluso por los propios participantes en ella. La prensa hiló aún más fino anunciando que la entrada de las bayonetas británicas en Lhasa y el exilio del Dalai Lama habían supuesto la pérdida definitiva de la inocencia, la irreparable caída del mito y misterio postreros, la violación del único reino prohibido que nos quedaba en un mapa ya sin espacios en blanco. Ni a unos ni a otros faltaba razón.

  Parece, sin embargo, que fue su estancia en Lhasa lo que terminó de inocular a Younghusband el interés por el “misticismo”, el ocultismo y los puntos de contacto entre las distintas religiones, así como ese tono “panteísta” que permea las páginas de este libro suyo ahora publicado por La Línea del Horizonte, asuntos a los que en años posteriores consagraría tantos entusiasmos, muy patentes, por ejemplo, en el capítulo aquí dedicado a su búsqueda resbalando sobre glaciares del paso de Mustagh, que une China con Cachemira. Y es que en buen número de los alpinistas de la época heroica estaba muy presente la concepción de la escalada -y del viaje- como arma de introspección, la idea de que la visión y conquista del paisaje -preferiblemente remoto, solitario y hostil al hombre- ayudaba a conocer mejor y a purificar el paisaje interior, el mundo del alma.

  No en vano, todos nacieron en una sociedad regida por la convicción de la existencia de una pugna incesante entre un Ser supremo todo bondad y otro todo maldad, un combate del que la naturaleza estaría plagada de huellas. Además, bastantes de ellos conocieron tempranamente las primeras traducciones -buenas o malas- a lenguas occidentales de los tratados de sabiduría védica o búdica. De hecho, Younghusband -llegada su hora- fue enterrado junto a una estatuilla de Siddharta regalo de un asceta tibetano y con el palacio del Dalai Lama burilado sobre su lápida.

  Más que aleccionar sobre rutas e itinerarios que ya sólo existen gracias a sus escritos, la relectura de obras como esta suya permite, sobre todo, constatar cómo ha cambiado también -en muchos aspectos- el panorama ético. Entonces, los militares -ignorantes de que serían pronto llamados a filas como carne de cañón a sacrificar en la horripilante guerra que acabaría para siempre con el papel bélico de la caballería- observaban aún algo de talante caballeresco y se ocupaban de asegurar el porvenir a los guías, porteadores e intérpretes nativos que habían padecido junto a ellos, hombro con hombro, los rigores de la exploración o la escalada y, más de una vez, salvado sus vidas. Nada que ver con los uniformados funcionarios españoles o americanos que hoy, llegada la hora del repliegue, se desentienden del destino de sus traductores afghanos y los abandonan a ellos y a sus familias a merced de los talibán.

  No cabe duda de que a estos les vendría bien leer a Younghusband, saber del Raj, de Darjeeling, de Stein y los vendedores de manuscritos que le estafaron, del yeti… Incluso quizá no les viniera mal practicar un poco el espiritismo… Una impostura, sí, pero, en almas tan secas, el sucedáneo del sucedáneo puede actuar como un cierto bálsamo mitigador de su aridez e, incluso, inocularles siquiera sea la vaga sospecha de que no estaría mal “huir de este maldito estercolero”, como dice Martínez Llorca en el prólogo.

  En fin… “El éxito estaba a la vista. Tenía el glaciar allí abajo”, escribe Younghusband en el tramo decisivo de su tortuoso avance hacia Cachemira. Sigamoslo, pues habrá recompensa: la del placer lector ante la obra -de la pluma y del piolet- bien coronada.