YO TAMBIÉN, ITALO

YO TAMBIÉN, ITALO

30 de mayo de 2023 0 Por Ángulo_muerto
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JOAQUÍN ALBAICÍN 

 

  Lo mismo que me sucede con Serrano Súñer -que, pese a ser de distintas quintas, pertenecemos ambos, y así lo subrayará la Historia, a un mundo anterior a la televisión- me ocurre con Italo Calvino. Igual que él, me inicié en el cine con Myrna Loy, Marlene Dietrich y Fred Astaire. ¡Inolvidables Bola de fuego con Gary Cooper y Barbara Stanwick y Sucedió una noche con Clark Gable y Claudette Colbert! ¡Y esa Cleopatra de Cecil B. De Mille! ¡Toma castaña!

  Calvino abrió los ojos en este mundo más de cuarenta años antes que yo, pero en mi niñez y adolescencia la televisión no cesaba de programar películas de los actores citados, de modo que mi iniciación en los placeres del Séptimo Arte se diferenció en muy poco de la de un italiano testigo en su juventud de los más exitosos años del gobierno de Mussolini o estudiante cuando Sofía Loren comenzaba a agavillar piropos en torno a su cintura. De la querencia de Calvino por Myrna y Fred me entero gracias a He nacido en América. Entrevistas 1951-1985, la compilación publicada por Siruela de conversaciones por él sostenidas con periodistas en la susodicha franja temporal. Y descubro en el curso de estas páginas más afinidades. La literatura, dice, es «un aspecto de la civilización, un aspecto de la vida que nos circunda y sin la cual veo que la vida sería muy pobre». Sé que la mayoría de los ciudadanos del país en que vivo no lo cree así, y es una de las razones de que sus vidas presenten, en general, tan escaso interés para mí, que, de cualquier modo, hace tiempo que, parafraseando a Borges, sólo escribo para la Antigüedad. Me siento, en efecto, muy cerca del Calvino que, cuando todo el mundo suscribía el aserto de que la ópera había muerto, dedicaba la mayor parte del año a ir a la ópera, consciente -la gente no, ya lo sabemos- de que «la agonía de un imperio puede alargarse un milenio».

  Padre del caballero inexistente, el vizconde demediado y el barón rampante, Calvino salió del vientre de su madre en San Remo, ciudad cosmopolita, fronteriza y con casino. De haber yo podido elegir país de nacimiento hubiese, por supuesto, sido alumbrado en India, donde más hubiera pegado. Y, de tratarse de un país europeo y teniendo en cuenta que cuando nací Rusia ya no era Rusia, sino la URSS, antes de beber agua del río Leteo habría optado por Italia o Grecia como estaciones de mi llegada al mundo. Principalmente, sí, por las mujeres, pero también por esa pátina de astracanada y guasa en el buen sentido que en Italia parece revestir todo. Claro que, ateniéndonos a la ortodoxia, si nací aquí fue porque -¡misterio!- así lo decidí yo mismo un momento antes de echar el trago y lanzarme en caída libre hacia este mundo sublunar.

  Asevera Calvino, de cualquier modo, que «su» ciudad es Nueva York, donde vivió durante seis meses, y que lo es debido a allí sentirse como en casa, pues a Nueva York «te la apropias de inmediato, no tiene pasado»… Algo parecido puedo yo decir de Almendralejo, pues -con excepción de los enclaves en cierta medida dependientes del turismo- ¿de qué lugar por estos pagos se puede aún decir que «tenga» ya pasado? Aquí al lado de mi casa duermen los restos de un poblado del Calcolítico, pero nadie se refiere a ello, como nadie habla de la gran faena de Domingo Ortega o de cuando el moro Muza anduvo por los alrededores. Has de recrear todo ese pretérito tú solo, lo que supone apropiártelo ya de entrada. Aunque quizá «tu» ciudad, la de verdad clave, sea esa a la que la escritora Mariana Kiyanovska ha aludido hace poco como la «ciudad personal» de cada uno, esa no ubicable en mapas, de arquitectura evanescente e inestable trazado de calles y habitada por todas las personas que conoces, un promedio de entre tres y siete mil almas según los sociólogos. Una suerte, pues, de ciudad invisible como las que dieron título a un libro memorable de Calvino. Igual que las de los topógrafos, también tu ciudad personal comprende barrios que prefieres no visitar, pues no todo el mundo con quien alguna vez has cruzado tres frases resulta de tu agrado.

  Hay, en fin, que soltar el primer vagido en alguna parte y lo que a partir de ello importa es qué se haga o deje de hacerse, qué flores plante uno. Porque no es lo mismo haber ido a ver a Domingo Ortega o una de Gary Cooper que no haberlo hecho. Como no lo es haber vivido en Nueva York seis meses, o no. Las cosas… ¡como son!