Vikingos

Vikingos

7 de marzo de 2020 0 Por Ángulo_muerto
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Joaquín Albaicín

  En el verano de 888, los vikingos entraron a sangre y fuego en Sevilla, que suya fue durante una semana. Llegadas de Córdoba, las tropas de Abderramán II les arrancaron las ínfulas y las cabezas de los invasores -confundidos por todos con mazdeos persas- fueron exhibidas, colgadas de garfios, en las carnicerías de la ciudad del Betis.

  Pero no es esta la historia nórdica que nos brindan los difusores de sueños de la editorial Miraguano en su más reciente título, porque la que tenemos entre manos -así podría comenzar el relato- es la historia de un hombre que consiguió regresar al Paraíso Terrenal y del que no teníamos noticia o, al menos, no quien suscribe. Sabíamos, sí, del primero en -según el Evangelio Armenio de la Infancia– lograrlo: Set, el hijo de consolación de Adán y Eva. Sabíamos de la arribada al prestigioso paraje o sus alrededores de San Brandán, de Sir John de Mandeville, de varios lamas tibetanos que dejaron -algunos- mapas de la ruta… De Apolonio de Tiana, por supuesto. Del médico del papa Alejandro III, partido hacia el Reino del Preste Juan y de quien no se volvió a saber. Y de lo cerca que anduvo Alejandro Magno, cuyos pies hollaron más allá de donde se alzan los Árboles del Sol y de la Luna y fue, finalmente, disuadido de proseguir camino hacia el Cielo por -nos dice el Pseudo Calístenes- “un ser alado de figura humana”. Pero, hasta la publicación por Miraguano de la Saga de Eirík el Viajero, nada sabíamos de este hijo del rey Thránd de Noruega que, tras recibir las enseñanzas del rey de Constantinopla y, por añadidura, el bautismo, alcanzó la Tierra de los Vivientes introduciéndose en las fauces del dragón que la custodia,

  ¡Cosas del siglo XII! Así que hubo un grupo de musculosos vikingos que emprendieron viaje hacia más al Oriente de Siria y la India no para saquear o comerciar, sino para encontrar la Tierra de los Vivientes… La verdad es que gente tan ducha en dragones y monstruos marinos como ellos no podía haberse abstenido de participar en la tarea principal que siempre ha incumbido a los auténticos hombres antes de que la epidemia del racionalismo sumiera a gran parte de la humanidad en un proceso de regresión al mono que aún prosigue y de cuyas torpezas los mismísimos simios se mofan.

  Santiago Ibáñez Lluch, gracias a quien nos enteramos de que los anónimos autores de sagas vikingas leían las Etimologías de San Isidoro, nos completa la entrega con otras dos odiseas de la misma época y región: la Saga de Finnborg el Fuerte y el Cantar de Kráka. El protagonista de la Saga de Finnborg también pasa por Constantinopla, lo que, a fuer de dar fe de la importancia del enclave en la época de que se trata, nos trae a la memoria las palabras de un alto dignatario de la Iglesia Ortodoxa que afirmó hace no mucho que en la raíz de todas las grandes conspiraciones geopolíticas urdidas contra Rusia se encuentra el hecho de que los occidentales no han logrado superar el odio a Bizancio. Está por completo equivocado, claro, pues los políticos occidentales -no digamos los españoles en particular- no tienen ni la más remota idea de qué fue el Imperio Romano de Oriente. La palabra Bizancio les suena, a lo sumo, a marca de loción para después del afeitado. Si supieran qué fue Bizancio, ni estarían ni les dejarían estar en política.

  Y eso que los hombres del Norte, aquellos de tan acusada querencia náutica hacia el Estrecho del Bósforo y fundadores de Rusia, están de permanente actualidad mediática, y no sólo gracias a las series de televisión. A Tony Curtis se le recuerda -y recordará, esperamos- sobre todo por su papel en Los vikingos, de Richard Fleischer, donde el narrador en off era Orson Welles. Y el paso del franquismo a la democracia quedó indeleblemente marcado no sólo por las imágenes y la banda sonora de Orzowei y Sandokán, sino también por las de Vickie el Vikingo, cuyo tebeo comprábamos puntualmente cada semana. De cualquier modo, ya nos habíamos preparado a fondo con Sigrid, la novia del Capitán Trueno, que era vikinga, como los principales aliados del Príncipe Valiente de Harold Foster. Por seguir con el cómic, Conan -inspirado en las novelas de Rider Haggard– está tan influenciado por los mongoles como por los vikingos, que es lo que claramente eran -y son- Thorgal o Kronan, asiduo visitante de Thor, Odín y Loki en el Walhalla. Y son bastantes los periódicos que publican cada día la tira cómica del vikingo Olaf (transliteración alternativa del Olav con que ha de responderse en los crucigramas cuando leamos: “Monarca danés”).

  Borges soñaba con navíos vikingos y los Eddas de Snorri Sturluson le inspiraron aquello de: “Tú, que legaste una mitología/ de hielo y fuego a la filial memoria”… De hecho, no sólo se mostró fascinado por el hecho de que los islandeses sigan hablando como hace siete siglos, por lo que no les supone un problema leer a sus clásicos, sino que afirmó que fue la lectura de aquellas sagas lo que le enseñó a narrar. En la localidad gallega de Catoira, hermanada con la danesa de Frederiksund, la gente se disfraza desde hace años de vikingo para recordar el saqueo de Santiago de Compostela por los normandos. Es de esperar que este libro de Miraguano se convierta en un éxito de ventas allí, entre otros sitios. Que Odín, pese a que los vikingos de estas sagas son ya cristianos, los acompañe a ustedes en su lectura.