Ruta de escape

Ruta de escape

14 de julio de 2021 0 Por Ángulo_muerto
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JOAQUÍN ALBAICÍN

La investigación de Philippe Sands, parte de cuya familia fue asesinada en los campos nazis y que ha intervenido como abogado en varios procesos celebrados en la Corte Penal Internacional de La Haya y el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, reconstruye en un volumen publicado por Anagrama la historia política y familiar del oficial de alto rango de la SS Otto Wächter -brazo derecho de Hans Frank, comandante del campo de Auschwitz- y de su esposa Charlotte. Cuenta Sands para tan delicado propósito con la colaboración de Niklas Frank y, principalmente, Horst Wächter, hijos de los citados.

La pesquisa, que abarca desde la infancia de sus protagonistas hasta la actualidad y en la que, en vísperas de su paso al trasmundo, participó a pie de calle el propio John Le Carré, arranca en realidad cuando en 1949 Otto Wächter, prófugo durante cuatro años de la justicia Aliada, muere bajo falsa identidad en Roma, administrándole la extrema unción el obispo Alois Hudal. Tempranísimamente afiliado al partido nazi austríaco, Wächter había sido el responsable directo de innumerables asesinatos como gobernador de Cracovia y Galitzia (más de medio millón entre 1942 y 1944), además de el creador del gueto de Cracovia. La administración por él dirigida se ocupó con diligencia del listado, selección y transporte de judíos a los campos de exterminio, así como de la organización de ejecuciones en masa de civiles.

Wächter había logrado evadir hasta entonces la persecución policial con ayuda de la red de exfiltración de criminales nazis urdida por el Vaticano. No deja de sorprenderme, lo admito, tan pío auxilio a tan particulares perfiles de fugitivos, habiendo sido Pío XII -léase, por ejemplo, Iglesia de espías, de Mark Riebling- el principal impulsor en la sombra del atentado de Stauffenberg contra Hitler. Y más aún en el caso de Wächter, que el 15 de abril de 1937 había abjurado por escrito y formalmente del catolicismo para consagrar su vida a la fe en Hitler. ¡Doctores tendrá la propia Iglesia que sabrán aclararlo! No me asombra que la CIA reclutara a criminales de guerra, pues no deja de ser una organización para la que los escrúpulos no cuentan, pero yo no acabo de asimilar que el miedo al comunismo, engallado tras la contienda, bastara para justificar ese encubrimiento de asesinos impasibles al sufrimiento por parte de una Iglesia nacida con vocación de martirio.

El obispo Hudal organizó en colaboración con la contrainteligencia militar norteamericana la fuga de, entre otros, Josef Mengele y Frank Stangl, comandante del campo de Treblinka. Nada que sorprenda en los americanos, pero, ¿cómo explicar la ordenación como obispo de un individuo que en 1933 propugnaba la afiliación de católicos a las Juventudes Hitlerianas y escribió y firmó el ensayo Los fundamentos del nacionalsocialismo, de dudosa ortodoxia católica, por decir poco? A tenor de las declaraciones de Hudal, Wächter -apóstata formal del catolicismo- era prácticamente un santo. ¿Qué decir del obispo Pawlinowski, que casó a los Wächter y, caído el régimen hitleriano, se opuso con vehemencia a la vuelta a los hospitales de los médicos judíos en su día purgados por los nazis?

Ha de reconocerse a Sands una gran paciencia, pues es difícil que esta no se agote habiendo de tratar con gente -nos referimos a Horst Wächter- incapaz de cambiar ni por un segundo ese chip garantizador de una tranquilidad de conciencia en el fondo ilusoria pero, aparentemente, no poco útil a la hora de lidiar con historias familiares enfangadas. Resulta curiosa la obsesión por convencer y autoconvencerse de que el nazismo fue un régimen criminal, pero tu padre y tu abuelo no tuvieron nada que ver, pues a ellos les repugnaban aquellas persecuciones y matanzas a granel, sólo que no podían hacer nada y tenían que vivir con aquella presión. Resulta curiosa, sobre todo, porque sufridores como los Wächter (la correspondencia de ella está plagada de expresiones del tipo: “esos judíos, siempre entrometiéndose, contaminándolo todo”) fueron quienes solicitaron de modo entusiasta e insistente que se les permitiera formar parte de los servicios de inteligencia de la SS, de la dirección de los campos de exterminio, de las oficinas vigilantes de que ni un gitano o judío escapara… Sabían dónde se metían y para qué se les requería. Aquellos organismos no eran un equipo de remo ni una academia de idiomas.

Y el padre de Horst, por más que al hijo le cueste aceptarlo, fue íntimo y estrechísimo colaborador de Kaltenbrunner, Seyss-Inquart, Karl Wolff, Hans Frank, Adolf Eichmann y del mismo Himmler, que bombardeaba al matrimonio con constantes obsequios. Ya en 1946 Charlotte Wächter fue denunciada por el Museo Nacional de Polonia por haberse apropiado, para amueblar con ellos su residencia familiar, de muebles, pinturas y otros objetos de enorme valor, algunos de los cuales se llevó con ella en su huida a Alemania… Por lo general, y esta no es una excepción, el hijo o nieto en cuestión concluye e insiste en que el padre y el abuelo eran unos idealistas, por supuesto que sin que quienes así los definen se dignen nunca explicar qué clase de “idealismo” pueda justificar la tortura y el asesinato a sangre fría de capas enteras de la población, previamente definidas como integradas por “sub-humanos”, “parásitos”, “insectos”…

Los diarios y cartas del matrimonio, consultados y citados con profusión por Sands, retratan a una pareja que jamás se arrepintió de nada, que literalmente adoraba a Hitler y a cuanto representaba y que, concluida y perdida la guerra, eligió vivir en una especie de burbuja. Aquello que no se mencionaba, no había sucedido. Resulta asombroso que la señora Wächter se espantara de que, al acabar la contienda, se viera en su querida Salzburgo obligada a cruzarse de continuo por la calle con “multitud de extranjeros en nuestro propio país”, refiriéndose a los trabajadores forzosos enviados a Austria por los nazis, no precisamente por voluntad propia. O se indignara por que las nuevas autoridades confiscaran su vivienda a gente “simplemente por haber estado en el partido”, cuando ella disfrutó de dos casas por razón de que fueron confiscadas a sus legítimos propietarios simplemente por ser judíos…

Dudo que exista una ruta de escape posible para la telaraña mental urdida por tamaños delirios. Como es difícil no quedar prendido en la tupida y engañosa maraña de personajes turbios, ambiguos o cínicos que, movidos por las más insospechadas razones, aunque predomine la del amor al dinero, brotan como conejos en el mundo de los fugitivos. Pasaportes falsos, amores rápidos, hurtos, silencios, juegos de espejos, uniformes incompletos, barcos de incierto destino, calcetines mil veces zurcidos, persistentes dudas sobre quién es quién y a quién sirve… En lo que ha calificado de “algo así como una historia de amor nazi”, Sands ha seguido a fondo las pistas que podían arrojar luz sobre las circunstancias reales del fin de Wächter, que hasta la conclusión de la obra no quedan claras, y expone a nuestro parecer los resultados de un trabajo de lo más elocuente en el sentido de que hay historias que ni mucho menos acaban con la muerte de sus protagonistas… Porque no duden de que a día de hoy, si sigue vivo, Horst Wächter continúa buscando “pruebas” de la inocencia de su padre.