Novela negra e inteligencia artificial
7 de diciembre de 2018
Joaquín Albaicín
Tradicionalmente y por su propia naturaleza, la novela negra ha conllevado siempre un mucho de crónica social y, en particular, de crónica del lado oscuro del alma, de lo acontecido en esos rincones encharcados de la vida donde el individuo oculta un secreto delicado, perturbador desde el punto de vista de las convenciones sociales y que ha de ser mantenido a socaire del mundo, con mayor motivo si la conducta poco ortodoxa ha desencadenado una quebrazón suprema de las mismas. En sintonía con esta premisa y más allá del condimento y picante aportados por cada pluma, la sustancia para el guiso ha venido siendo suministrada al género por el asesinato, la infidelidad, la traición, la mentira, las vergüenzas familiares… La novela negra no es, en suma, plato de buena digestión para el estómago del mojigato o el sofista. De ahí que no deje de resultar curiosa la constatación de cómo, en bastantes obras y cada día con más frecuencia, la crónica negra de que la ficción policíaca se alimentaba está viéndose reconvertida en mera gaceta social o de costumbres, cada día menos necesitada de adjetivos.
Algo, en efecto, se ha venido abajo, dejando a muchos autores de tramas detectivescas un tanto faltos de destrezas a la hora de destilar auténtica intriga: principalmente, los muros del secreto. No sólo la intimidad o vida privada se considera cada día menos digna de protección legal, sino que los medios de comunicación de masas, por ejemplo, han hecho desde hace tiempo suya -y publicitado como “la normal”- la concepción de la sexualidad antaño característica del mundo de la prostitución, el cine equis y las sectas destructivas. Ayer, desconectar los tubos o suministrar una inyección letal a un enfermo medio en las últimas era un asesinato, en tanto hoy es motivo para organizar un debate televisivo sobre la llamada muerte digna. Ya apenas nadie se asombra de que un católico se vea con una amante, siendo lo que suscita asombro el que asista a misa. Los mismos que claman contra los actos pederastas consumados en la sacristía exigen que los niños sean instruidos en el colegio laico, por adultos en una posición de superioridad idéntica a la del cura, acerca de las enriquecedoras virtudes atesoradas por las mismas prácticas que reprueban en el prelado rijoso, acaso por no otra razón que la rabia de verse superados por la competencia.
Si se repara en de qué modo tan rápido han permeabilizado los voceros de la opinión pública las fronteras entre lo lícito y lo ilícito, no es extraño que, en algunas de las nuevas novelas del género policíaco, el tono narrativo y la descripción de ambientes y perfiles psicológicos supure cada vez menos truculencia y, por ende, golpee en la cara al lector con cada vez menor impacto. Y es que, si la infidelidad, la traición o la mentira presentan un carácter cada vez menos transgresor y escandalizador, parece lógico que el crimen cometido al amparo de tales actitudes tampoco escandalice ni se antoje tan transgresor como sucedía en el pasado reciente.
Porque, en la novela negra de toda la vida, la bala del detective o el brazo de la ley eran dirigidos contra el lujurioso que había teledirigido su instinto sexual hacia la efusión de un baño de sangre y para castigar no sólo la cruel interrupción por su mano de una vida humana, sino la propia caída moral que la había precipitado. Hoy, sin embargo, muchas novelas policíacas vienen a sobrentender que esa caída moral desempeña un papel sólo secundario en la cadena de hechos conducentes al delito. ¿Se está convirtiendo, pues, la novela negra en un puro relato costumbrista? Nos hacemos esta pregunta tras constatar que son ya bastantes los autores de ese universo que titubean de muy ostensible modo a la hora de que sus personajes se refieran con contundencia a una conducta como sana o insana…
De la lectura de La desaparición de Edith Hind, por ejemplo, hemos salido, más que con la impresión de habernos asomado a los abismos psicológicos en que se agita y termina por tocar fondo el criminal, con el recelo de haber leído desde cierta distancia el retrato de una sociedad dominada por la hipocresía, donde se considera “normal”, aunque no se diga, que un padre de familia pueda llevar una vida homosexual paralela o “esporádica” y secreta, que una lesbiana lo sea de incógnito a la vez que tiene novio o que uno se pase la vida encendiendo una candela a Dios y otra a Su contrario. Y, sobre todo, con el de que, en esa colectividad, en caso de salir a la luz determinadas conductas solapadas que dicen muy poco bueno sobre sus cultores, lo prioritario no es mostrar cuando menos decepción o malestar ante el engaño, sino proceder a integrarlas de algún modo, con una sonrisa a ser posible, en el marco de la convención social. Lo preocupante es que también se pregunta uno si, en su empeño de equiparar la mentira a la verdad y la lealtad a la puñalada por la espalda, los personajes de la novela, todos ellos -más allá de la clase o etnia a que pertenecen- gente del montón, no darían asimismo su asentimiento a una trivialización social del mismísimo asesinato, así como si estas novelas que comienzan a aparecer en el género policíaco no serán tanto una crónica social de lo más realista de un presente transitorio… como de un inmediato futuro que viene para quedarse.
En esta novela de Susie Steiner publicada por Siruela y ambientada en la Cambridge británica de nuestros días, una doctorando de veinticuatro años, hija de un matrimonio con conexiones políticas y como a propósito para surtir de carnaza navideña a los tabloides, se esfuma de la faz de la tierra de modo inesperado y en circunstancias que invitan a presentir lo peor. A partir de este suceso urde Susie Steiner una trama que resulta, ante todo, una detallada descripción periodística del miedo a la soledad, la frustrante fragilidad del entorno familiar o la conjuntivitis provocada por el uso de rímel barato y, a grandes rasgos, una intromisión en tono de lo más amable en la vida cotidiana de una inspectora de policía cuarentona, soltera, deprimida tras cada cita con desconocidos cerrada por internet… y, por extensión, un escaneado de la misma índole de la de sus compañeros de comisaría y de las de la familia y amistades de la chica cuya eventual abducción es investigada.
Teniendo en mente lo que la novela policíaca era casi por norma hasta hace bien poco, choca al lector que en ningún momento los personajes, incluso los avecindados en suburbios y envueltos en asuntos escabrosos, transmitan sensación alguna de turbiedad. El camello nos parece tan poco transgresor como el padre de familia de la alta burguesía y, la chica desaparecida, no menos irresponsable, inculta e inmadura que la yonqui cuyo hijo menor va a acabar en un hogar de acogida poco después de que el mayor haya aparecido muerto en un descampado. Una familia tradicional y otra desestructurada y reducida a añicos son, aparentemente, lo mismo…
Es por eso, y por la aparente intención de los personajes de otorgar carta de normalidad a sus vidas falsas, por lo que el propio concepto de excelencia personal alcanza entre ellos listones tan bajos. Por ejemplo, la inspectora Manon es vista por uno de sus compañeros, que se hizo policía por considerar ese oficio más atractivo que el de “director comercial de Vodafone o vendedor de frigoríficos en Curry´s”, como una persona muy especial por tan fútil motivo como que: “A veces ve cosas que otras personas no ven. Ve relaciones entre las cosas. A veces es un poco peculiar, se sale de la norma”. Por no mucho, la verdad.
¿Qué día amanecimos sin habernos enterado de que el transgresor brutal de la norma había pasado a ocupar el puesto o rango del individuo medio? No lo sabemos, pero parece tratarse de un proceso paralelo al que está teniendo lugar en ámbitos científicos, donde, como la ciencia tampoco es ya la que era, escuchamos y leemos que en 2050 habrá más relaciones de pareja entre humanos y robots que entre humanos y otros humanos, pues -citamos a Ángel Bonet- “llegará un momento en que será prácticamente imposible diferenciar un ente inteligente de un ser humano”… Los detectives empiezan, pues, a no hacer falta, dado que los malos de ayer han sido recolocados por la asistencia social, sin examen de ninguna clase, en la acera de los buenos y, así como la gente va a ser aparcada para vestir santos por ser preferible un robot a ella, y La desaparición de Edith Hind es, de hecho, una especie de tratado elemental sobre el arte de vivir solo, los novelistas policíacos se están, por lógica, quedando también faltos de malos, por estar éstos pasando a ser tan inanes como los buenos… y, con ello, sin materia prima con que poner los pelos de punta. Esperemos que las novelas no las escriban también, pronto, los robots. Aunque uno se siente a veces inclinado a sospechar que tal cosa, para complacencia de muchos editores, está ya sucediendo…