Mi estío en Mongolia

5 de diciembre de 2018 0 Por Ángulo_muerto
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Joaquín Albaicín

 

  Suelo desde hace un tiempo pasar un buen tramo del verano cerca de Sotogrande, leyendo a placenteras sentadas en una habitación del Hotel Sabana de Pedro y Filli, en San Martín del Tesorillo, novelas policíacas publicadas por Salamandra. El año pasado fue Ícaro, de Deon Meyer y este, Yeruldelgger. Tiempos salvajes, de Ian Manook. Desde la arena, veo hoy una tabla de surf recorrer con lentitud la marina planicie, a esta hora poblada de medusas que los niños se afanan en cazar. Sobre ella se recortan contra el cielo la silueta en pie y remando de un hombre y, perezosamente reclinada en la proa, la de una beldad en bikini. El azul de fondo tiene poco que ver con el de Mongolia, en el que con frecuencia pienso por sus tonalidades turquesa, que nada más verlo te cautivan. Ya es otro cantar, reconozcámoslo, la comida en las estepas o Ulan Baatar: nada que ver con el atún a la plancha o los huevos fritos con chorizo degustados en la cercana Guadiaro bajo la parra de la terraza de La Florida, en la curva de antes del puente. Yo soy más de lo segundo.

  No importa. Se esté en Guadiaro o en Estambul, igual que las habitaciones de hotel a las que vuelves terminan adquiriendo categoría de refugio secreto, también los países remotos o raramente visitados pueden -es mi caso con Mongolia- convertirse en mundos frecuentados en solitario y casi de incógnito y, aunque los mongoles de la novela estén en ese momento tiritando de frío y cercados por la nieve, seguir tú sus peripecias con la ropa de cama en los pies y refrescado por gratificante aire acondicionado. Y ayuda este año el hecho de que estemos, en Cala Sardina, bañándonos en aguas que apuntan maneras de gelidez báltica y, al hormiguearnos en las manos, algo nos acercan, siquiera sea de refilón, a los protagonistas de esta intriga, azotados por uno de los inviernos más terribles recordados en el solar desde el que levantara Chingiz Khan su Imperio.

  Cae la tarde y, tras haber echado la bonoloto en la tienda de congelados y ya tomando café en el porche del Sabana, con suelo de madera como la cubierta de un bajel, pienso en que, por lo general, me pongo al tanto sobre los episodios criminales reales de Mongolia a través del diario digital Montsame. Hay en verdad poco crimen en la Mongolia a la que te lleva Aeroflot: el hurto de unas estatuas de Zanabazar o Buddha en un monasterio aislado, un sobornillo, un ciudadano turco secuestrado allí, al parecer, por agentes de su propio país… Cosa lógica si se tiene en mente no sólo la escasa población del país, sino que la inmensa mayoría de esta -yaks, caballos, ovejas…- camina sobre cuatro patas, no consume ni vende estupefacientes y carece de las herramientas reflexivas precisas para planificar un homicidio cuya trama dé para una novela. Se cometen allí más desmanes con mucho que en San Martín del Tesorillo, desde luego, pero no deja de ser significativo que, en Tiempos salvajes, los cadáveres objeto de controversia parezcan haberse precipitado desde el cielo y el primer sospechoso de su muerte sea un irracional, taxonomizado en la modalidad de buitre conocida como quebrantahuesos y a quien no procede considerar, en principio, agente chino ni del antiguo KGB.

  El planificador de los detectivescos enredos sustentadores de los casos a que ha de enfrentarse el comisario Yeruldelgger, mascarón de proa de esta serie a la que, como imagino que muchos otros, me he aficionado –Tiempos salvajes sigue a Muertos en la estepa, publicada también por Salamandra- es Ian Manook, un francés bípedo de natural y, aparentemente, hombre optimista, pues la verdad es que no recuerdo en Ulan Baatar esos neones, esa vida nocturna, esas tiendas de ropa de marcas internacionales… Mas la licencia literaria lo permite y yo, por supuesto, lo apruebo, sobre todo si se trata de poner en pie algo así como un cómic sin imágenes en el que policías durísimos solventan a puñetazos dentro de la propia comisaría sus diferencias de opinión sin por ello dejar de ser, en la pluma de Manook, exquisitos gourmets, lectores de Freud, seguidores del cine independiente argentino o eruditos de la pintura de vanguardia.

  En Tiempos salvajes hay un museo en medio del desierto, sombras -más que ruinas- de antiguas ciudades secretas luego evacuadas por los soviéticos, deidades tutelares encarnadas en lobo, mafiosos siberianos, dos motonieves de 1970 que aún funcionan, adivinas buriatas, miras telescópicas, filetes de hígado de caballo encebollado, helicópteros, cadáveres en… ¡El Havre! y consejos sobre el destino de los finados: “Nuestros ancestros pensaban que había que romper los huesos de los muertos para que sus almas pudieran salir”. Por eso, se nos precisa, los dejaban en la estepa, “para que las bestias salvajes les masticaran los esqueletos y liberaran las almas”. Además, en esta novela, los niños, lejos de venir de París, viajan hasta allí como eslabones y engranajes de un turbio negocio que coloca a la agente Oyun -Calamity Jane de ojos rasgados que horrorizaría a Carmen Calvo- en el trance de haber de ejecutar, en tanga y a menos de treinta bajo cero, una magnífica, contundente y fría venganza personal sobre una maligna pareja de sarasas ulanbatoríes ilusoriamente persuadida de que la vejación erótica de la hembra mongola se encuentra al alcance de su impostada masculinidad de discoteca LGTB.

  Aunque en buena forma física, pues son ya muchos años de ir por la vida sacando pecho y eso entona, encuentro a Yeruldelgger como un poco más carroza en esta entrega, y quizá por eso haya Manook dado paso a escena a Zarzavadjian, agente secreto armenio al que no se logró eliminar en Viena, como tampoco en El Cairo, Odessa o Riad y presentaba, pues, excelente historial para incorporarse a la serie. Además, si Yeruldelgger odia a su suegro corrupto, él tiene un tío postizo al que aborrecer. No le falta, pues, figura pseudo paternal a la que poner cerco y con la que medirse. Pero creo que la estrella, la revelación es esta vez Bathbaatar, el jefe de un servicio secreto mongol que uno creía inexistente desde Kubilai Khan. Está, en mi opinión, totalmente capacitado para ser el próximo presidente democráticamente elegido de Mongolia. Claro que sólo el final de la novela, sobre el que nadie más que Manook ostenta potestad y que nunca hay que contar a quien no la ha leído, desvelará si tengo buena vista para estos asuntos.

  Atinado o miope, es el momento de que me estrene como votante y mi sufragio, de cualquier modo, anticipo que va para Bathbaatar, a quien deseo mucha suerte en los comicios sea cual sea el destino que le tenga Manook reservado en estas páginas. En cuanto a ustedes, ya me dirán. Lean y… pronúnciense.