LOVECRAFT DE ANDAR POR CASA
28 de marzo de 2024
JOAQUÍN ALBAICÍN
Fue en la adolescencia, ya ha llovido de aquello, cuando con deleite me sumergí en los mundos de H. P. Lovecraft y, quizá por haberme dado hace poco por volver a hincar el diente a las ficciones de Agatha Christie y Zane Grey, que fueron mis lecturas de infancia, es decir, anteriores aún, me he puesto ahora con la biografía tocho del eremita de Providence escrita por L. Sprague de Camp. Y es que, en este caso de la mano de Valdemar y por razones no sé si extrañas o de cajón, todo termina por retornar. Ayer mismo me enteré por el Hoy de que, en plena era digital, clásicos que uno creía extintos como el timo de la estampita y el del tocomocho siguen más que vigentes en Extremadura. Y, si perdura el timo de la estampita, ¿cómo iban a periclitar comecocos de la desmesura de los mitos de Cthulhu?
Procede, en principio, atribuir gran mérito a quien alumbra una biografía de seiscientas dieciocho páginas a partir de las andanzas de un tío al que nunca sucedió podría decirse que nada. Porque Lovecraft no se enamoró, no fue a la guerra, jamás se emborrachó, las mujeres le daban igual, no viajó, ni por asomo llevó un día la contraria a su madre o sus tías, no se metió en política, nunca logró publicar un libro… No puede uno sino enarcar las cejas, que diría Zane Grey, ante una tan extensa reflexión biográfica a propósito de alguien que, decíamos, no vivió prácticamente nada. Mas todo cobra su sentido si se repara en las alrededor de cien mil cartas suyas que se conocen. Sólo su existencia nos facilita la conclusión de que Lovecraft, heredero además de una biblioteca familiar que incluía en torno a un centenar de ediciones del siglo XVIII, interactuó con sus semejantes muy poco desde el punto de vista social y somático, pero muchísimo y de modo casi compulsivo de puertas adentro de su epidermis, es decir, mantuvo al día una exorbitante vida interior que, fuera o no esa su intención, se ocupó de legar a la posteridad escrupulosamente manuscrita.
Decían sus vecinos y conocidos que era un tío raro. Yo, la verdad, tiendo más a suscribir el tono de benevolencia con que, en ese sentido, le juzga Sprague de Camp. Porque, a ver… De niño, yo también “publicaba” revistas. Y me interesaba por las lenguas muertas. Y jugué a aprender latín. Y a buscar el emplazamiento de la Atlántida. Y creía en vampiros y gnomos. Y me interesaban los dioses del Olimpo. Y tuve una abuela y una madre algo sobreprotectoras. Siempre he escrito muchas cartas. Durante un tropel de años fui una criatura nocturna, viviendo y rindiendo más de noche que de día. Desde casi la adolescencia llevo un diario. También, como Lovecraft, he tenido que esperar la llegada de mi cita con la madurez para darme cuenta de lo muchísimo que he hecho y sigo haciendo el gilipollas en la vida. ¿Soy por todo ello un bicho raro? ¿Debería, por esos rasgos, asustar a la gente que por la calle se cruza conmigo, como a él le sucedía?
Pues no. Para empezar, porque no me son atribuibles las medidas antropométricas de su cráneo y rostro. También porque mi padre no estaba loco ni acabó, como la hermosa Gene Tierney tras ser abandonada por Ali Khan, en un manicomio del que, al revés que ella, no salió. Y además porque he coincidido, sí, con Lovecraft en lo antedicho, pero también he hecho -por supuesto que con popularidad y acierto desiguales- casi todas las cosas de que él se abstuvo. Eso, sin duda, me ha salvado. ¿De qué? De no publicar un libro. De no enamorarme. De no viajar. De dejar de creer en los espíritus elementales. Y de todo ese largo etcétera que convierte a uno en una rara avis de connotaciones lovecraftianas.
Algo que tampoco he perpetrado ha sido ejercer de “negro”. Porque me entero gracias a Sprague de Camp de que la principal actividad a que el mitólogo de Nueva Inglaterra dedicó la mayor parte de su tiempo fue la de corregir y reescribir los relatos de otros escritores o, más bien, aspirantes a tales, es decir, la de posibilitar la publicación de sus obras por quienes, en una sociedad normal, carecen moral y artísticamente de tal derecho. Una labor de la que procedieron casi todos sus ingresos y en verdad indigna del caballero dieciochesco que, sin demasiada base para ello y en época ya más que tardía para ejercer de tal, se ufanaba de ser.
Cierto que, al parecer, Lovecraft nunca se consideró en propiedad un escritor, sino sólo un mero aficionado, pero me es imposible imaginar a su admirado -y mío- Lord Dunsany -que era, él sí, un Lord, un caballero de verdad y rico- encharcado en esas lides, como tampoco simpatizando -como, por otra parte, más de la mitad de los Estados Unidos de entonces- con el Ku Klux Klan. Tampoco me cabe duda de que, tras la máscara de su elitismo petimetre, aquel Lovecraft enfermo del virus de la xenofobia provinciana y faltona presente en todos los acomplejados y fracasados, que no consideraba un contrasentido mascar esa bilis y, a la vez, casarse con una judía que, con muy buen criterio, un buen día le dejó para contraer matrimonio con un señor normal y de los suyos, camuflaba esa frigidez propia de los que sienten asquito por el sexo.
Eso -su innegable condición de promotor y precursor de la industria literaria de hoy, donde la preferencia de publicación es disfrutada por quienes carecen de talento, onanistas necesitados de que alguien “edite” unas obras “suyas” que en realidad no escriben- sí que debería parecer “viscoso”, “obscenamente aterrador”, un “indescriptible caos reptante” y demás adjetivos lovecraftianos a un escritor, y no los mitos de Cthulhu. Pero no. Ahora -cuando Lovecraft, está claro, ha triunfado en este deplorable sentido- esto se ve como cosa normal.
Ha llegado, sí, el ilusorio y en el fondo afeminado reinado editorial de Nyarlathotep, en el que no es probable que, sin leer esta biografía de su precursor, sea dado sobrevivir ni como anarca de tapadillo a ningún Randolph Carter. Yo por eso, además de por lo entretenida y lo ilustrativa a propósito de aquellos círculos amateur de escritores americanos de terror y ciencia ficción y por resultar -con su Lovecraft en pantuflas- mucho mas esclarecedora y amena que las que retratan a éste como una suerte de nigromante en contacto privilegiado con devastadoras fuerzas cósmicas, se la recomiendo a todo el mundo… no sin antes cruzar los dedos.
Y, chorradas aparte, ¡qué bonito debió ser vivir en los años treinta, cuando quienes publicaban eran los Lord Dunsany -también, por cierto, en el catálogo de Valdemar– y no los Lovecraft! Hoy es al revés.