LAS TRES CORONAS

LAS TRES CORONAS

2 de febrero de 2023 0 Por Ángulo_muerto
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JOAQUÍN ALBAICÍN

Discípulo de Frances Yates, que tantas páginas -y tan dignas de estima- ha dedicado al mundo de los Rosacruces y demás hermetistas del Renacimiento, Nuccio Ordine nos presenta de la mano de Acantilado un denso ensayo –Tres coronas para un Rey– en torno a la empresa de Enrique III de Francia. Vaya por delante que empresa es la designación técnica de ciertos emblemas -compuestos por una imagen simbólica o alegórica y un texto normalmente en latín- mediante los que, en el Renacimiento y, luego, bajo las tormentas de la Reforma, monarcas, prelados, nobles, filósofos, impresores, cortesanos o poetas expresaban de modo más o menos enigmático a qué misión o ideal se sentían llamados a servir en la vida. Se suele atribuir a la empresa un origen caballeresco, pues remitiría a las promesas a la dama escritas por el guerrero en el oriflama y en las armas por él blandidas en las justas.

La famosa empresa de Enrique III -Rey también de Polonia- mostraba tres coronas y el lema «Manet ultima coelo» («La última espera en el Cielo»). ¿Una declaración implícita de que Enrique no aspiraba a más coronas terrenales que las dos ya poseídas por él? ¿O de que el monarca sentía que el poder real y la inspiración para ejercerlo con magnanimidad y justicia le venían directamente de Dios, sin mediación del Papa, cuya tiara, formada por tres coronas superpuestas, parecía remedar la empresa? ¿O de que esperaba convertirse en Emperador, como apuntaban las loas poéticas dedicadas a lo largo de años a él y su familia? ¿O pretendía Enrique tranquilizar a Isabel I de Inglaterra, con quien proyectaba que su hermano contrajera nupcias, en el sentido de que no planeaba anexionarse su reino, pues la única corona que en verdad le interesaba era la que esperaba poder ceñirse en el Paraíso?

Para adentrarse en las trastiendas de este arcano aún parpadeante de los tiempos de las guerras de religión desencadenadas en Europa en el siglo XVI, Ordine nos trae de vuelta con su arte evocatorio a personajes como Michel de Castelnau -embajador de Francia en Londres- o Catalina de Médicis y su hijo Enrique, pero muy en especial a Giordano Bruno, todos ellos viejos conocidos nuestros desde nuestra lectura de aquel brillante ensayo de Ioan P. Culianu, Eros y magia en el Renacimiento… Gente que, bajo los golpes de mar de la ola represiva desatada por el puritanismo tanto católico como protestante, porfió por mantener viva en aras de la estabilidad política -dice Marc Fumaroli en el prólogo- «la fe en los poderes angélicos y mágicos de entidades intermedias, de las cuales podían ser vehículos las artes, y en particular la música». De hecho, en su aspiración de averiguar a qué propósitos -¿espirituales o meramente políticos?- servía o aludía la empresa de Enrique III, arranca Ordine del estudio en profundidad de los documentos que han sobrevivido acerca de un ballet de cinco horas de duración -con el que se celebró la boda de la hermana de la Reina- escenificado ante unos diez mil espectadores en París, en la gran sala del Petit-Bourbon. Una representación con la que se buscaba la activación de energías positivas emanadas del Cielo a fin de preservar la paz en la Tierra, invocadas de modo discreto mediante la apelación -supuestamente, sólo alegórica o literaria- a los poderes de Júpiter, Circe, el centauro Quirón, las ninfas o Castor y Pólux, estrellas que anuncian a los marinos el próximo fin de la galerna… Y con alusiones que identificaban al Rey con Júpiter, a la Reina con Diana, a la Reina Madre con Palas Atenea… De suerte que tanto el pueblo como los gobernantes de otras naciones asociaran la figura de Enrique con la del monarca mítico dominador del arte de Asclepio, dios de la medicina que, a decir de Platón, cura tanto cuerpos como ciudades.

El ensayo de Ordine sobre Enrique, quien según Yates quiso alentar «una Contrarreforma contemplativa y no violenta», es también una reflexión sobre la influencia de Maquiavelo en la vida política de la época y sobre la -para entonces- en teoría superada pendencia entre güelfos y gibelinos, defensores unos de la primacía del poder espiritual sobre el temporal y de lo contrario los otros. Dante seguía, pues, sonando de algún modo como música de fondo en unos tiempos en que la esfera política revestía un grado de complejidad intelectual impensable hoy y en la que se desarrollaron los factores -sembrados quizá más de dos siglos antes con la destrucción de la Orden del Temple- provocadores de la crisis sistémica y endémica padecida desde entonces por la civilización occidental.