FUNERAL INDIO
26 de octubre de 2023
Guillermo Mas Arellano
«La muerte de las formas contemporáneas del orden social debería regocijar nuestra alma más que perturbarla. Pero lo aterrador es que el mundo que desaparece deja tras él, no a un heredero, sino a una viuda encinta. Entre la muerte del uno y el nacimiento del otro, habrá pasado mucha agua bajo los puentes y una larga noche de caos y desolación» (Aleksandr Herzen).
Es sabido aquello que cuenta Peter Biskind en su libro Moteros tranquilos, toros salvajes (1998): con el fracaso de La puerta del cielo (1980), que se llevó por delante la antigua productora creada por Charles Chaplin, United Artist, y la coincidencia casi perfecta en el tiempo de este hecho con el triunfo fulgurante de Tiburón (1975) y La guerra de las Galaxias (1977), una época en el cine llegó a su final. A partir de entonces la mayoría de la crítica y casi la totalidad del público dejarían de estar a la altura de grandes talentos como el de Francis Ford Coppola o Brian de Palma, cada vez más arrinconados por el abismal margen entre costes y recaudación, sin que apenas importe la calidad de su obra para enjuiciar el resultado. Desde ese momento en adelante, nadie se ha atrevido a fracasar tantas veces en la taquilla y a ojos de la crítica, demostrando en todo momento su gigantesca capacidad artística, como Martin Scorsese.
Tras presentar dos obras maestras absolutas como Silencio (2016) y, sobre todo, El irlandés (2019), que acaso sea una de las mejores películas de todos los tiempos, llega la esperada Killers of the flower moon (2023). ¿Su última película? Muy probablemente, dado que en su penúltima escena, un homenaje autoconsciente al acto de contar historias, el italoamericano deja poco lugar a la imaginación. Si: Los asesinos de la luna es una lección magistral del arte de la narración, amén de algo así como un cruce de sus dos últimos filmes hasta la fecha, con algo de la esencia más oscura del western, rozando casi el terror psicológico en muchos momentos, y añadiendo a todo ello una extraña esencia a América profunda que recuerda demasiado al noir más despiadado de Jim Thompson o a James M. Cain. Todo capturado, con la magnífica frialdad de una vieja fotografía, desde una óptica católica marca de la casa y con una factura digna de Apocalipsis Now (1979) o de Érase una vez en América (1984).
La narración es muy sencilla: el genocidio indio contado desde dentro. Bajo la forma de un falso western crepuscular que es mucho más un gigantesco episodio de la otra historia de los Estados Unidos que una película de indios y vaqueros. Desde la óptica de un verdugo no muy inteligente, ni demasiado guapo, interpretado por Leonardo Di Caprio. Alguien, apenas un peón insulso en manos de su tío, al que da vida un mefistofélico Robert De Niro, capaz de los actos más horribles y que a pesar de todo puede llegar a inspirarnos compasión. Un humano, demasiado humano, en definitiva. Somos nosotros, los malvados que llevan inscritos al verdugo en su forma de mirar al mundo; y cuando el protagonista por fin se confiese los espectadores acudiremos a esa escena sabiendo que la salvación aún es posible para él, y por ende también para nosotros mismos. De alguna forma, Scorsese ha filmado la confesión, por medio de un profundo harakiri, de toda la cultura norteamericana y hasta de la modernidad occidental en su conjunto.
Los asesinos son señalados muy directamente en la fotografía, ya desde el título: racistas de la cultura WASP, ya sean miembros de la masonería, sean miembros del clan, o sean esos “judíos avariciosos” a los que se menciona explícitamente. Gente dedicada a manipular, a envenenar, a asesinar, desde la oficina del sheriff o escondiéndose desde una bata de doctor. Tampoco es que las cosas sean muy distintas estos días: enciendan un rato la televisión y no hará falta discutirlo. Es la vida de Judas contada por él mismo; algo que también ocurría con Kichijiro en Silencio o con Frank Sheeran en El Irlandés, por no hablar del personaje homónimo interpretado por Harvey Keitel en La última tentación (1998). Como de todo ello ya hablamos en otra parte será mejor no extendernos en ese sentido aquí más que para indicar que Scorsese ha hecho una variación, otra más, de aquello que quiere contar en la etapa final de su cine: la biografía de un pecador que finalmente se arrepiente y que, con ello, deja abiertas las puertas del cielo para él.
¿Y quién es, pues, Jesús, en Los asesinos de la luna? Una indígena Osage caracterizada casi como una Virgen María y magistralmente encarnada por un descubrimiento impactante: la actriz Lily Gladstone. Porque, una vez más, Scorsese demuestra que pertenece a la generación más crítica y politizada de la historia del cine occidental, y lo hace filmando el mayor homenaje a la cultura de los nativos americanos que jamás se haya rodado. Un poema épico en nombre de la última cultura tradicional que ha dado el mundo, una reivindicación póstuma que va más allá de John Ford o de Kevin Costner: entrando de lleno en sus costumbres, en su estética incluso, poniendo el grito guerrero en el cielo por la forma tan cobarde en que su exterminio fue llevado a cabo.
De su destrucción, concluimos, del eclipse de un mundo espiritual vasto y hermoso, sólo pudo nacer un engendro como el que en efecto ha resultado ser la cultura americana: materialista país de sombras. Algo similar ocurre también con el cine en estos días: por eso es que Scorsese nos señala la naturaleza artificial del teatro que en sombras contemplamos. Ahora que ese reinado mundial del consumo ilimitado y el beneficio desaforado toca a su fin, el mayor narrador visual de nuestro tiempo ha decidido dejar testimonio de ello a través de una película teológica que explora la naturaleza del mal y la estrecha senda que conduce a la salvación. Sin apenas esconderse y con una altísima exigencia formal de perfección despojada de barroquismo.
Con ello, la cultura americana abraza su propia sombra en busca de una iluminación que sólo puede llegar indagando en las tinieblas del pasado y sus férreas ramificaciones en el presente. La esperanza apenas tiene lugar en el metraje de esta obra maestra, otra más, porque sólo puede ser encontrada al otro lado de la pantalla: en el mundo que el espectador encuentra al salir de la sala a oscuras. Donde el crimen fundacional de los Estados Unidos resuena con más fuerza que nunca, en el preciso instante de su eclipse. En cuanto que elegía del pueblo osage y ajuste histórico con los más íntimos fantasmas americanos, Los asesinos de la luna no es otra cosa que el funeral cinematográfico de Scorsese, un ritual mágico llevado a cabo con la más alta técnica del oficio tras la cámara, una ceremonia perpetrada por medio de una narración brillante y vibrante que tiene lugar bajo la apariencia de un funeral indio.
La danza eterna del espíritu indio-americano resuena hoy con más fuerza que nunca. Es el retorno de lo primordial tras la caída de la civilización del mal. Los asesinos, hijos de Satán con apariencia de búho y ataviados con un mandil, poco pueden hacer contra el poder de un nuevo amanecer donde el sol brilla de nuevo, tras la marcha de la luna. A pesar de ello, no busque el espectador paz o comodidad en las imágenes rodadas por el maestro: quizás el artista tenga que ser así, casi cruel, en la época de los superhéroes y el infantilismo, dado que al fin y al cabo la justicia no tiene cabida en este mundo. Y hasta que salgamos de dudas acerca del postrero tendremos que dejar la puerta de la salvación entreabierta, implorando y aguardando el regreso de esos milagros que dejaron de acontecer tiempo atrás.