EL ESCRITOR Y LOS ASTROS
28 de abril de 2022
JOAQUÍN ALBAICÍN
Hace ya tiempo que Fuente de Cantos, provincia de Badajoz para más señas, es my hometown, como en su día Chicago fue la de Sinatra. Chicago y Fuente de Cantos, Sinatra y yo: ni mejor ni peor, sólo distintos… Hoy llego de mañana a Casa Vicenta, abierta junto a la carretera que tanto aire al Viejo Oeste imprime al pueblo y tan a juego, además, con esa churrería Santa Elena cuyo armazón de madera no puede sino recordar la tienda de provisiones de una reserva cheyenne. Dentro, donde pido a Fidel el café, suena en la radio Norah Jones. Opto por instalarme en la terraza entoldada, aromada por los acordes por soleá salidos de la guitarra de Domingo Díaz y llegados desde la vecina Patería de Sousa. Y es que fuera disfruto de más visibilidad, me siento más empoderado y un punto menos opacado por los prejuicios, las felonías conceptuales y los malentendidos inoculados a la humanidad por un sistema educativo errado de cabo a rabo desde la noche de los tiempos.
Por ejemplo… ¿No se ha sentenciado siempre que el hombre de verdad ha de vestirse por los pies? Se dice, sí, pero no nos lo ponen fácil. Porque claro, se empieza por los calcetines y lo lógico es continuar por los zapatos. Y, en esta época en que tan ardua empresa resulta hacerse en una tienda de ropa supuestamente para hombres con unos pantalones que no sean de pitillo, ¿cómo pasar con éxito a la siguiente fase?
Se impone, creo, volver a los pantalones de campana, por cuanto facilitarían el paso del zapato y, con ello, que el hombre-hombre pueda de verdad vestirse como los cánones mandan -por los pies- y ejercer de tal. El hombre empoderado ganaría visibilidad gracias a los pantalones de campana, como la mujer empoderada lo ha hecho mediante el uso normalizado de camisetas de tirantes que le permiten lucir con orgullo sus sobacos sin depilar.
¡Hay que visibilizar! Y, en el marco de tal empresa, es imposible eludir la mención de cómo la humanidad lleva siglos y más siglos pugnando por dotar de eso tan necesario y simple como la visibilidad incluso a unos entes que se sabía, sí, que andaban por ahí, pero sólo porque la ignorante y supersticiosa casta sacerdotal así lo afirmaba, puesto que, salvo contadas excepciones, nadie los había visto jamás. Me refiero a los planetas de nuestro sistema solar. Ahora -y bajo el título El Astronomicón y otros textos en defensa de la ciencia– El Paseo Editorial ha sacado de imprenta los escritos que dan fe de los ingentes y ceñudos esfuerzos dedicados por H. P. Lovecraft a tornar los planetas aún más visibles para los humanos, si cabe, que las axilas sin rasurar por cuya dignidad las mujeres de su tiempo aún no habían iniciado su lucha.
Se trata de los artículos sobre astronomía publicados en su juventud y madurez por el autor de En las montañas de la locura, a partir de 1906 -a sus quince años de edad- y en periódicos locales y regionales de Massachussets como The Providence Tribune o The News, completados con fragmentos de correspondencia y por las burlas por él cruzadas en dichas cabeceras con Joachim Friedrich Hartman, un defensor de la astrología. Ya de niño adquirió Lovecraft un telescopio que fue para él, apasionado de la astronomía, lo que los pantalones de campana -también conocidos como de pata de elefante- significan en nuestros convulsos días para el hombre-hombre: un impulso existencial insoslayable.
Y bueno, lo primero que uno constata leyendo estos escritos es que por ninguna esquina de ellos asoma ese Lovecraft poco menos que descendiente de una bruja de Salem, practicante de ocultismos y esoterismos de los que las cosmogonías subyacentes en sus novelas y relatos no serían, se nos dice, sino una cobertura. Más allá de que Lovecraft encajase hasta cierto punto con el prototipo medio de misógino racista, borde, hosco y más o menos solitario habitante de la América rural de su época, debió sin duda estar al tanto de escritos muy populares entonces, como los de H. P. Blavatsky o Aleister Crowley, pero sin que nada indique que las «doctrinas» en ellos contenidas -mucho menos las de la Antigüedad hindú, caldea o egipcia- inspiraran en rigor las terroríficas cosmogonias tejedoras del sustrato siniestro de sus obras.
De estos textos periodísticos se desprende, para empezar, que a Lovecraft le interesaba y fascinaba la astronomía, es decir, la naturaleza física de los cuerpos celestes, y que no consideraba la astrología más que un pueril puñado de supersticiones. Si tal cosa pensaba de la astrología, podemos más que razonablemente deducir qué opinión le merecerían la alquimia. la existencia de dragones o la de los mitos de Cthulhu. Los artículos reunidos por El Paseo Editorial fueron, sin asomo de duda, escritos por un positivista sin mácula, diríase que sin posible arreglo y que de ningún modo se creía Harry Potter. De hecho, el nombre del Necronomicón, ese enigmático libro al que tanto se refiere en sus obras de ficción, no se lo sugirió ningún grimorio medieval, sino -a decir de su amigo August Derleth- el Astronomicón, un tratado científico escrito en el siglo I de nuestra Era por Marco Manilio.
No faltan, pese a ello, quienes esgrimen la idea de que, sólo por gustarle pasear por parajes boscosos poco frecuentados o vivir cerca del antiguo emplazamiento de un campamento piel roja, un ateo declarado como Lovecraft rendía devotísimo culto a un Nyarlathotep en cuya existencia creía, así como persuadido habría estado de poder cambiar a voluntad de universo temporal. Algo así como asumir que Robert E. Howard halló inspiración para sus novelas sobre Conan el bárbaro mientras jugaba con éste a los dados en las tabernas de Cimmeria. Claro que, tras habernos enganchado a Outlander y, sobre todo, teniendo en mente lo que sus premisas argumentales implican sobre la continuidad de la vida en común de las almas gemelas más allá -y más acá- de las fronteras espacio.temporales, no nos disgusta, la verdad, del todo pensar en Lovecraft como un crononauta infiltrado en una época que no le tocaba vivir.
Sí nos resulta irónico que la pasión por la astronomía le fuera en buena medida inoculada a Lovecraft por un profesor de esta materia amigo de la familia, Winslow Upton, apellidado igual que Charles Upton, en su día corresponsal nuestro y ensayista hoy bien conocido por su identificación de los ovnis y sus «tripulantes» alienígenas con entidades diabólicas y habitantes del mundo sutil. El Upton de nuestros días se esfuerza, pues, por dotar de visibilidad a unos marcianos cuyos pantalones de campana o rizadas axilas el Upton de antaño y su discípulo Lovecraft no hubieran querido sino erradicar del imaginario colectivo. ¡Un pulso de titanes librado entre dos épocas y cuyo vencedor aún está por asomar la cabeza! Esperemos que sea la astrología, y no la astronomía, quien decida.
¡Qué placer leer estos artículos tan relajantes, bien intencionados, llenos de sonidos, aromas, luces y recuerdos…! ¡Qué gusto sentarse a tomar ese café mientras se charla con desenfado de Lovecraft y, de paso, se opina sobre la mejor forma de vestir de los hombres!… la mezcla es de lo mejor: como cuando te sirven primero el café y luego la leche, medida por el color resultante. Un diez, Don Joaquín. Un diez.
Muchas gracias, un placer que le haya gustado.