El caso Yolanda
7 de diciembre de 2018
Joaquín Albaicín
Ha lanzado Planeta No te olvides de mí, de Carlos Fonseca, cuando estamos a poco de que se cumplan cuarenta años de la muerte de Yolanda González, aquella joven comunista asesinada a tiros el 2 de febrero de 1980 y cuyas facciones adornaron muchas camisetas contestatarias durante los años posteriores, pero cuyo nombre y rostro han ido diluyéndose de la memoria popular al fenecer el microcosmos de la extrema izquierda no sólo a consecuencia de la caída del Muro de Berín, sino también por desplazar transexuales y nudistas agónicos a sus abogados y militantes y ser el trotskismo absorbido, por así decirlo, por el friquismo. Sólo un año después de aquel crimen tuvo lugar el asesinato -nunca investigado ni aclarado- del líder del grupúsculo ultra Frente de la Juventud y, por supuesto, la asonada del 23-F. Tres sucesos conectados entre sí por un cordón umbilical que conduce, sin equívoco alguno, a las alcantarillas del poder.
Son bastantes los puntos oscuros y las preguntas sin respuesta de este caso aparentemente cerrado que invitan a preguntarse por qué, para responder a un sangriento atentado de ETA, un grupo curtido en los bajos fondos de la ultraderecha y con claras conexiones parapoliciales eligió precisamente como víctima a una joven radical concreta, sólo una más entre las miles pululantes entonces por las cofradías y grupúsculos de la extrema izquierda extraparlamentaria, sin notoriedad pública ni influencia política alguna, pero cuyos movimientos, pese a todo, llevaban tiempo vigilando. ¿Por qué ella? Pues debe recordarse que Yolanda González no recibió una paliza en el marco de un enfrentamiento con un grupo rival de agitadores ni fue alcanzada por una bala perdida en una manifestación, cosas que sucedían entonces con cierta frecuencia, sino que alguien consideró sus actividades del suficiente interés como para seguirla, averiguar dónde vivía, secuestrarla en su domicilio, llevarla hasta un descampado y, allí, tras sostener con ella una conversación que nadie escuchó, asesinarla.
No se antoja lógico, desde luego, que un perfil como el suyo suscitara en especial la atención del jefe de seguridad de Fuerza Nueva -ni la de nadie- tanto como para dar al grupo de matones la orden de “interrogarla”. Ni que el citado personaje asumiera por su cuenta riesgos de tan temeraria índole de no ser movido a ello por otras instancias en cuya eventual protección, por algún motivo, confiara. ¿Quién sabe? Tal vez Yolanda no era ese peligroso enemigo que sus asesinos veían en ella, pero tampoco la jovencita inofensiva y sin contactos comprometedores que nos presenta la versión canónica de su asesinato.
En este sentido, es de lo más esclarecedora -dentro del juego de espejos que preside toda esta historia, claro- la pregunta formulada en relación con el asesino, por la policía, durante los primeros interrogatorios a uno de los detenidos y recuperada por Fonseca:
-¿Y sabe si su compañero, Emilio Hellín, pertenece o ha pertenecido a algún servicio de inteligencia, al ya extinguido Servicio de Documentación de la Presidencia del Gobierno o al Servicio de Información de la Guardia Civil o de la Policía?
Se diría, en fin, que los interrogadores, antes de saber… ya sabían o presumían. Hoy, la pregunta sería, más o menos:
-¿Y sabe si su compañero, Emilio Hellín, pertenece o a pertenecido al CNI?
Y el interpelado respondió que, en efecto, había oído, como también otras personas, comentarios al respecto. De hecho, varios reportajes recientes dedicados a las actividades de un Hellín ya en libertad tras cumplir condena -dos veces quebrantada- desvelan que ha llevado a cabo, desde entonces, varios trabajos remunerados por encargo del Ministerio del Interior, que reconoció haber contratado en 2006, 2008, 2009, 2010 y 2011 -días de Zapatero y Rubalcaba- sus servicios como profesor experto en delitos informáticos en la Escuela de Policía de la Comunidad de Madrid, así como en el Instituto de la Guardia Civil y en el de la Policía Nacional. ¡Curioso perfil de educador para los cuerpos de seguridad del Estado! De hecho, a día de hoy no ha abandonado a uno de sus abogados, José Díaz Echegaray, y asi lo manifiesta en el libro, la impresión de que Hellín era miembro de los servicios de información de la Guardia Civil o de la Policía.
No deja, en rigor, de ser sumamente extraño que, lo mismo que las interpelaciones parlamentarias no impidieron que se echara tierra desde arriba sobre el escabroso asunto de las insólitas facilidades dadas a un terrorista para su “reincorporación” profesional en un medio todavía más insólito, el sumario abierto contra él por su fuga de la cárcel de Zamora, tras permanecer “olvidado” año tras año, terminara “perdiéndose” y sobreseyéndose. Y es de subrayar la última versión de los hechos, narrada tras ser descubierto por Interviú en su refugio en Paraguay por el propio Hellín: el grupo habría ido a casa de Yolanda González con el cometido de instalar unos micrófonos por encargo de “los militares”, ella los sorprendió, lo que les obligó a llevársela y, en el descampado, a dejarla en manos de “la policía”, que acabó con la joven cuando intentó huir. Aparte de lo plausible del relato, está claro que los servicios de información policiales o militares no encomiendan la colocación de aparatos de escucha a gente ajena a ellos. Es su propio personal quien se ocupa de tales trabajos.
Especulaciones aparte, pues no otra cosa podemos aportar, la historia de este crimen, recuperada y tan bien hilada en No te olvides de mí por Carlos Fonseca, nos ha servido ante todo para, más allá de lo ameno del relato, refrescar nuestra memoria en el sentido de cuán inusual resulta el atentado terrorista en el que no aparezcan implicados -a menudo, como instigadores- un espía, un policía o, cuando menos, un confidente o colaborador policial. De hecho, un reciente chiste firmado por Kap y publicado por La Vanguardia es de lo más elocuente sobre el particular. Titulado La realidad de una célula yihadista en Cataluña, en él aparecen dibujados cuatro individuos barbudos y ataviados con indumentaria árabe tradicional, que el humorista nos identifica como: “Infiltrado de la Policía Nacional. Infiltrado de la Guardia Civil. Infiltrado de los Mossos. Infiltrado del CNI”. Ellos cuatro solitos componen el total de miembros del comando fundamentalista “desarticulado”.
Por descontado que, en sus explicaciones a la opinión pública, los portavoces de los cuerpos de seguridad del Estado proceden siempre a rebajar la categoría o grado de intimidad con ellos del infiltrado cuyo papel en el atentado ha sido descubierto. De policía, éste pasa a ser confidente. Después, se matiza que era un colaborador ocasional. Se recurre luego a la etiqueta de chivato, por no decir que de borrachín que, muy de tanto en tanto, bebía en un bar próximo a la comisaría. Y no se desciende más en la calificación porque, llegados a esta etapa, al individuo suele “haberle” explotado una bomba entre las manos o ha sido abatido a tiros en el transcurso de una persecución por quienes, por supuesto, jamás de los jamases fueron sus compañeros de cuerpo y no le conocían más que de refilón. O está ya condenado en firme y entre rejas, donde también, claro, se puede continuar siendo útil. Tan recurrente guión factual marca la pauta tanto en los atentados cometidos por la izquierda como en los atribuidos a la derecha y, últimamente y como subraya el chiste de Kap, lo encontramos reproducido sin cesar en los golpes de mano yihadistas, el casting de los cuales se nutre diríase que de oficio con abundancia de no-espías, no-policías y no-confidentes policiales.
El perpetrado sobre la persona de Yolanda González no fue, sin duda, el crimen “más brutal de la Transición”, como reza el subtítulo del libro, pues sólo los casi mil asesinatos a sangre fría cometidos por ETA suministran una casuística salpicada de atrocidades para dar y tomar y de todos los colores, pero sí es uno de esos casos sobre los que -por más que Fonseca ha ahondado con pericia en él- difícilmente, y por eso sigue suscitando cábalas, llegue a conocerse nunca la totalidad de sus trasfondos. Y es que cuando no interesa… no interesa.