De groupies y playboys
4 de diciembre de 2021
JOAQUÍN ALBAICÍN
Mario Cabré, torero que se movió siempre en ambientes glamurosos y presentado por norma como el paradigma del seductor, confesó sin sonrojo: “En mí el poeta ha vencido siempre”. Consideraba que tanto los fulgores de su vida como lidiador y actor como los exitosos lances cuajados en su actividad como tumbahembras palidecían ante la emoción que le producía escandir versos. No siempre es tan fiero, pues, el playboy como lo pintan.
Por su parte, solicitado por el diario Arriba para definir al playboy, un compañero de armas suyo, Luis Miguel Dominguín, tuvo a bien responder en 1977 al entrevistador que tal perfil correspondía al de “un hombre que tiene tiempo para ejercer una afición”. Y, preguntado por el periodista si andaba él falto de ese tiempo, aclaró:
-No. Lo que me falta es la afición.
Era un tema en el que podía decirse puesto, porque sólo un año después reiteraba a Rosa Montero para el dominical de El País: “No, no. Si yo fuera un playboy, no habría gastado mi vida en el amor. El playboy es un hombre al que envidio porque va con mujeres guapas, pero que no tiene profundidad. Según dicen, porque yo sólo los he visto de lejos, mira, ese es un playboy… Yo tengo profundidad, pero no tengo mujeres. Pero en fin, qué se le va a hacer, hay que resignarse”.
No faltaba razón al cuñado de Ordóñez y compañero de Manolete en Linares: él no fue un playboy propiamente dicho. Aunque no exista sobre esto tanto como un catón, el playboy no es un menesteroso. Pertenece a una familia cuando menos acomodada o conocida, es un hombre de mundo, pero en su encarnación más auténtica no es él -como tampoco la groupie que persigue a los ídolos del rock o el punk con el objetivo de ser invitada a sus camas- quien protagoniza películas, escribe novelas, graba discos o posee tres mil millones de dólares en el banco. Todo eso lo hace la mujer a quien conquista. Y, cuando tanto el cazador como la presa –Belmondo y Ursula Andress, Mastroianni y Catherine Deneuve– son famosos y admirados, ese equilibrio y esa división de parcelas se rompen. De ahí que, en la relación entre Luis Miguel y Ava Gardner, por más que fuese ella quien de barrera en barrera y de hotel en hotel seguía al torero a sus “conciertos”, se perciba claramente que ambos tenían bastante de groupie del otro.
En lo que todos los zoólogos se muestran conformes es en que tanto el playboy como la groupie son dos criaturas carnívoras y depredadoras. Ha publicado la editorial Fórcola un ensayo sobre la actividad cinegética de ambas especies: Narcisistas contemporáneos. Groupies, playboys y nocturnidades, unas reflexiones debidas a Luis de León Barga sobre el autoendiosamiento a cuento de la seducción del otro en las que queda patente la energía de la que se han nutrido tanto la figura del playboy -evolución de la del dandy– como la de la groupie: la emanada del espejo de Narciso, que en los tiempos de internet ha implosionado con el ímpetu de un volcán para reivindicarse como alimento de masas en Instagram, pista de baile de un mundo sin discotecas donde, para posar triunfante ante el entero orbe, al depredador ya no le hace falta acostarse con la presa, bastándole con hacerse una foto de pasada junto a ella.
Claro que el éxito cinegético queda ahora reducido a que una foto de la desnuda y tersa grupa de la devoradora de hombres sea vista por miles y miles de desconocidos en un muro en el que sólo muy de Pascuas a Ramos -una de cada mil imágenes- la fiera se muestra de la mano de un musculoso varón que, siendo sinceros, no pasa de ser a ojos de la legión de sus fans cibernéticos poco más que el presumible chulo de turno y no levanta, pues, envidias hacia la influencer como aquellas disfrutadas y rentabilizadas por las amantes de Rubirosa o Mick Jagger. Como dice Byung-Chul Han, vivimos ya –playboys y groupies incluidos- en el mundo del consumo acelerado y compulsivo de las no-cosas y -añadimos nosotros- en el excitante universo de los no-coitos.
Del ensayo de Luis de León Barga -cuya novela de espías Los durmientes aprovechamos para volver a aplaudir- me he saltado con todo respeto sus líneas referentes a Warhol y Lady Gaga, que nunca me han interesado, para detenerme en otros perfiles más intensos -o que a mí me parecen más carismáticos o con más molla- como los de Drieu La Rochelle, Porfirio Rubirosa, Debbie Harry, Marianne Faithful… En los de las groupies famosas suele predominar una extraña complacencia con su condición de juguete roto o sólo sostenido en pie por el chute, porque claro, imagino que cuando se llega a cierta edad a uno le debe costar reconocer que su vida, con excepción del hecho de contar con mucho dinero para costear los vicios, ha sido casi una absoluta basura. ¡No hay más narices que maquillar el balance diciendo que ha sido “interesante”!
Señala Luis de León Barga cómo aquellas groupies de los 70, súcubos de Led Zeppelin o de los Rolling, tuvieron su precedente ya en la época romántica en las musas de los pintores, como la del pre-rafaelita Dante Gabriel Rossetti, Elizabeth Siddal, que acabó por suicidarse, como después alguna de las de Picasso, sirviéndonos también, pues, los artistas del óleo y la paleta como “antepasados” de Keith Richards.
El libro nos brinda un panorama de aquella contracultura de los 60 y 70 que terminó por destaparse como casi el discurso oficial -solapado sólo en teoría- del Sistema. Se está constatando ahora, cuando perplejos captamos entre subida y bajada del dedo por la pantalla del móvil que vivimos en una época de hipertrofia del narcisismo en la que ya nadie se pregunta -ni considera de interés- si la imagen responde a alguna clase de realidad consistente. Y es que quienes ya sumamos cierta edad seguimos creyendo que las corridas sólo virtuales saben a poco. Que, al menos de vez en cuando, hay -como Luis Miguel o Cabré- que irse detrás de la espada y tocar pelo. Pero parece que eso hoy, por lo que tiene de osadía y de verdad, pues como que no… Así que me quedo -no sé si también Luis de León Barga- con los seductores y seductoras de antaño. ¡Al menos se sabía lo que había!