CAZARRECOMPENSAS
11 de enero de 2023
Joaquín Albaicín
¡Cuántas cosas se va uno sin hacer de este mundo! Cuando me llegue la hora de romper plaza en ese paseíllo, me marcharé sin haber sido italiano, sin haber sido ruso, sin haber crecido y estudiado en Delhi o Benares, sin haber sido una estrella de Hollywood ni de Bollywood, sin haber sido médico de Bulgakov ni amante de Hedy Lamarr, sin haber cortado un rabo en Bilbao… Y, como todo el mundo, también convencido de no haber sido distinguido con las recompensas a que, a mi juicio, sería merecedor por muchos de mis actos. Y es que, claro, tampoco me he esforzado nunca mucho en reclamarlas o buscarlas. Esa es otra cosa que pienso que me iré sin haber sido, un cazarrecompensas, oficio asociado por todos de modo reflejo al Salvaje Oeste pero que ni mucho menos se ha extinguido: ahí están las a menudo elevadas y tentadoras cantidades ofrecidas por el FBI y otros organismos policiales a cambio de pistas conducentes a la captura de sus fugitivos favoritos, los denodados intentos del sanchismo por transmutar España en un país de delatores con el comisario Villarejo como icono y, sobre todo, ese tan completo cursillo de cazarrecompensas, cortesía de Robert De Niro en Huida a medianoche, que hace poco recuperó Netflix.
Recompensa sí cobró la suya Elmore Leonard cuando, tras dar a luz en imprenta a su primera novela -premonitoriamente titulada Los cazarrecompensas y ahora publicada por Valdemar en su colección Frontera– las cosas le fueron yendo a mejor. Y es que, una vez escalpas el primer cráneo y agitas al viento tu primera cabellera cortada, el horizonte tiende a aclararse mucho. Más aún si, como Leonard, cuentas la historia de dos que siguen el rastro a Soldado Viejo, maduro jefe de guerra de los apaches mimbreños a quien hay que llevar de vuelta, sometido y manso, a la reserva de San Carlos. Dice el poeta Jesús García Calderón que el refugio, eso que con afán busca Soldado Viejo, es «lo que va apareciendo a lo largo de la vida»… Siempre, matizaría yo, que no te lo estropee un cazador de recompensas.
¡O los apaches! Porque, cuando suena el grito: -¡Apaches! Entonces suele ser tarde, pues, como dice Leonard, «la conmoción y la avalancha instantánea que la palabra produce no varía, porque no es algo a lo que ningún hombre pueda acostumbrarse». Claro que se comenta que el Día de los Muertos sirve en México para que, tras tres días de comer y beber a su salud, la muerte se convenza de que no se le tiene miedo. Algo así, quizá, haya que hacer con los apaches. Y ello aunque, en estos días de caracoles crecidos, sean inclusive más discretos. ¿Cómo nota uno su cercanía? Pues: «Porque no se oye nada. Algo ha ahuyentado los sonidos de la noche». Un apache ruidoso no vale un duro, y poco la vida de quien no sepa reconocerlo bajo su disfraz de silencio. Aprendamos, sí, a presentir la inminencia de la irrupción de los apaches al acecho en el silencio, porque acaso eso nos depare, sin esperarlo y en medio de tanta decepción vital, una de las mejores recompensas posibles: la de seguir vivos…