Caballos lentos
7 de diciembre de 2018
JOAQUÍN ALBAICÍN
Christie Goodwin ha ilustrado la portada. De espaldas a nosotros y sentado en un banco, un hombre tocado por sombrero de ala corta y algo arrecido bajo su gabardina con el cuello alzado, silueta tradicional del espía de juego de mesa, contempla a una hora crepuscular y anaranjada el Támesis y el Big Ben. Mente a menudo movida por imperativos contrarreloj y, a la vez, habituada a tomar paciente asiento hasta ver pasar ante su casa el cadáver de su enemigo, seguramente las agujas no marcan para él el tiempo a idéntico ritmo que para los demás, pero no cabe duda de que se trata del banco de siempre, el usado por el KGB en Washington para pasar los soplos en The Americans, por Guillaume Debailly en Siria para reclutar a un kamikaze necesitado con urgencia por la Oficina de infiltrados, por Jason Bourne para reunirse con Alicia Vikander en el final de la por ahora última entrega de la franquicia sobre la CIA y por Alec Guinness, James Mason y demás Smileys para sus citas en las tramas de Le Carré y Greene llevadas al cine.
¡Si sus reposabrazos hablaran! No hay novela ni secuela fílmica de espías sin banco para sus tejemanejes en un parque a orillas de un lago o río. Y casi no las hay en las que sus protagonistas -manos en los bolsillos, estirada la figura- no mastiquen las hojas amargas de la decepción, y no sólo porque casi todos ellos carguen sobre los hombros con una vida familiar y amorosa inexistente o, cuando menos, aséptica. Porque, para el espía, el del éxito en la misión, el amor o la amistad es caballo siempre lento y que a menudo no se sabe bien si ha rebasado de verdad la línea de meta, un corcel cuya victoria, desdibujada por el smog de la duda, suele quedar sumida en una desasosegante zona gris.
La de los espías de Mick Herron no es marengo desde el punto de vista literario, pues su trama es pródiga en frases brillantes. Y los caballos lentos que dan título a su novela hacen gala de notable agilidad mental a la hora de pensar. De hecho, para romper con la rutina, en lugar de quedar, como siempre, citados en un banco discreto, convocan una reunión en torno a la tumba de William Blake, paisaje para conciliábulos que, se convendrá, no se le ocurre a cualquiera.
Pero, más allá de las muescas a anotar en la culata profesional o en el ábaco de la vida íntima, la mirada y tono de amargura que presiden Caballos lentos son muy parecidos a los de algunos columnistas de la prensa española, de El Mundo sobre todo, a quienes cada vez cuesta más no proclamar a gritos lo que cada día que pasa les supone un mayor peso en la conciencia: su desplome anímico ante la tesitura de seguir siendo la clá de la riada de mentiras y montajes en que se basamenta el reality show de la vida política, cuyo principal sostén -y no sólo en materia de gestión mediática del terrorismo- es, cada día más, el encenagado submundo de los servicios secretos. ¿Cómo no va a suceder al menos tres cuartos de lo mismo, tirando por lo bajo, a los propios espías? En la novela de Herrick les pasa un poco como a Phillip/Misha en The Americans, quien, desde que Martha hubo sin comerlo ni beberlo de ser exfiltrada y reubicada en Moscú, se levanta cada mañana sintiendo presión en la boca del estómago y ha de asistir a sesiones de terapia de grupo para paliar su angustia. Estos de Herron se conforman con hacer como que no pasa nada, como que todo es transitorio y no falta mucho para que, en la próxima reestructuración de personal, les saquen de La Casa de la Ciénaga, que es donde se manda a los espías fracasados a los que sale más caro despedir que condenar al ostracismo.
La mirada es irónica además de amarga, pues, de lo contrario, el autor no podría apechar con la desazón que le produce lo mediocre y moralmente decepcionante de los perfiles de quienes, desde las sombras, están encargados de velar por la tranquilidad ciudadana y la buena marcha de los asuntos públicos. Caballos lentos -a la que es de esperar que Salamandra dé continuidad con la publicación de las siguientes novelas de la serie- da cuerpo a una degradación o versión esperpéntica de los equipos de espías retratados en tono de mayor solemnidad por series de televisión como nuestra querida y ya citada Oficina de infiltrados y reformula y revuelve las trastiendas de fenómenos mediáticos como esas ejecuciones de rehenes destinadas a ser contempladas por el entero orbe cibernético, atracción popular no de tan nuevo cuño, pues la guillotina -cuchillo o alfanje de ayer- fue, no se olvide, método de ejecución habitual en los Estados -democráticos o no- hasta hace sólo un puñado de años. En Caballos lentos, el reparto y equipo de rodaje de la decapitación con que se quiere amenizar los tiempos muertos del mundo no son los que la audiencia cree y espera. Nada nuevo, a la postre. Ya precisa Lluís Pasqual, en una reciente entrevista en El País, los muchos pueblos que la mentira teatral dista de la política: “O sea, yo te pago para que tú me engañes, y me engañes de verdad. Esa es la diferencia entre la mentira de los políticos y la de los actores. La de los políticos no es pactada”. Lo mismo pasa con los escritores y, más, con los de novela negra: que se sobreentiende nuestro deber de engañar al lector y, a ser posible, no quitarle la venda de los ojos hasta el desenlace.
Y, quien no quiera salsa… ¡Que no moje!